UN MUNDO POLITICO.
Desde sus primeras obras, Pinter exploró un territorio habitado “por tristes ciudadanos de una intimidad asediada”.
Desde sus primeras obras, Pinter exploró un territorio habitado “por tristes ciudadanos de una intimidad asediada”.
Dramaturgo fundamental del siglo XX, Harold Pinter cimentó una obra que hace foco en la dificultad humana para comunicarse. En un texto exclusivo, el escritor chileno Ariel Dorfman evoca a su amigo, muerto en Londres el 24 de diciembre.
Por: Ariel Dorfman
Fue en Chile y a principios de los años sesenta que por primera vez asistí a una obra de Harold Pinter, y fue una experiencia que alteró mi vida y mi literatura para siempre.
Lo más insólito de esa hora y media en que presencié El montaplatos fue cuán reconocible me resultó de inmediato aquella producción, casi familiarmente latinoamericana, pese a que había sido concebida en un inglés elíptico por un autor del distante barrio londinense de Hackney. Esa sensación de cercanía con Pinter la fui confirmando en los años que siguieron. Con cada obra teatral suya que conocí –y las devoré todas– se me fue haciendo más indispensable, más irremplazable. Fue Pinter el que me demostró cómo el arte dramático puede ser lírico sin versificar, poético por su mera capacidad de bucear en los ritmos enterrados de nuestras mágicas conversaciones cotidianas. Y me susurraba que a menudo hablamos, no para revelar lo que sentimos o pensamos, sino para esconder nuestra interioridad, para evitar aquella revelación. Y no tenía miedo del silencio ni de que sus personajes tartamudearan o cayeran en una retórica inescrutable. Y comprendía Pinter que si empujas con suficiente encarnizamiento aquello que llamamos lo real, si lo empujas con desesperación y porfía, es posible que se nos abra otra dimensión, algo fantástico, absurdo, delirante. Y sugería que las peores alucinaciones del miedo no deben estar inmunes del péndulo lacerante del humor. Pero todas estas lecciones de dramaturgia palidecieron comparadas con lo que me enseñó Pinter acerca de la existencia humana, acerca de –me atrevo a usar esa palabra– la política.
Desde el inicio, me visitó la intuición de que Harold Pinter estaba explorando un mundo profundamente político. No en el sentido patente y claro con que, a partir de la década de los ochenta, armaría obras en que sus personajes sufrían los embates de un estado policial, a la merced de un ejército o un dictadorzuelo o el torturador de turno. En las primeras, sobresalientes obras de Pinter de los años cincuenta y sesenta, su imaginación no tenía interés en disputar la arena de lo público ni tampoco, aparentemente, cambiar o mejorar el mundo. Sus protagonistas eran, por el contrario, los tristes ciudadanos de una intimidad asediada, únicamente obsesionados con la supervivencia personal y no colectiva.
Y, sin embargo, al atraparnos en aquellas vidas, Pinter estaba revelándonos las muchas gradaciones y degradaciones del poder con una brutalidad que no había remarcado yo antes en otros autores supuestamente dedicados a examinar la urgente contingencia política. Todo el poder, todo dominio y toda liberación comienza allá, nos decía Pinter, en esas habitaciones claustrofóbicas donde cada palabra cuenta, cada pequeña expresión puede traer la derrota, cada frase puede que se pague con alguna secreta moneda de futuro sufrimiento. ¿Quieres liberar a la humanidad de la opresión? Miren hacia adentro, miren hacia el lado, miren y registren la escondida violencia del lenguaje. Nunca olviden de que es en ese vocabulario donde se origina la otra violencia paralela, la que se cierne sobre el cuerpo ajeno.
Dos hombres en un sótano que deben matar a alguien. Un viejo vagabundo que se instala como cuidador en un aposento desolado. Una celebración de cumpleaños interrumpida por invasores insensatos y torpes. Una mujer que plancha y cocina mientras sospecha que alguien quiere echarle de su domicilio. Un hijo que retorna con una mujer enigmática al hogar corrupto del que huyó hace muchos años atrás. Escenas primordiales de traición y amenaza que podían estar transcurriendo en cualquier rincón de nuestro planeta, encarnaciones de un vasto paisaje del terror, la condición precaria en que reside la gran mayoría de la humanidad contemporánea, la historia ignorada del siglo veinte y probablemente de los siglos que lo han de suceder. Fue natural que yo proyectara sobre esas existencias nacidas en Inglaterra las sombras perturbadoras de mi propia Latinoamérica. ¿Cuántos Davies sin casa cruzaban las calles de Santiago de Chile? ¿Cuántas mujeres llamadas Rose o Rosa temían y deseaban un visitante desde su pretérito imperfecto? ¿Cuántos sicarios no se toman el tiempo en los subsuelos de Buenos Aires ayer, cuántos no nos estaban esperando mañana en algún subterráneo de San Pablo?
¿Y cómo contar esas historias, cómo respetar la incertidumbre de aquellas existencias al borde de la extinción, cómo desnudar esas máscaras, y hacerlo con ternura, hacerlo con amor hacia aquellas víctimas de su propia ilusión? Pinter había descubierto el secreto.
Y toda mi vida me ha rondado ese descubrimiento y ese talento, tan trastornado por sus obras que el primer libro que escribí, a los veintitrés años fue un examen de su teatro. Tanto me rondó Pinter que, muchos años más tarde, cuando empecé a escribir yo mismo en ese género, fueron su influencia y su estética las que me guiaron, hasta el punto de que le dediqué La muerte y la doncella. A esas alturas, ya nos habíamos hecho amigos, él y yo y su mujer Antonia y mi Angélica, pero todos nuestros encuentros y excursiones y cenas eran, de hecho, formas de continuar una conversación que entablé con él antes de que me honrara con su afecto. Sus personajes se caracterizaban por ser incapaces de comunicarse entre sí, por hallarse perdidos en el pantano de una soledad impenetrable, pero Pinter mismo jamás se sintió plagado por esa reticencia, siempre se hizo absoluta y meridianamente comprensible.
Ya en esa primera ocasión en que presencié una obra suya en Santiago supo Pinter desterrar, simplemente al darle un nombre, mi propio desamparo. Ahora que está presumiblemente muerto, ahora que debo enfrentar un mundo en que no podré llamarlo por teléfono y escuchar su voz seca y rasa, ahora que no voy a poder sentarme, como lo hemos hecho en Londres y Nueva York, en Gales y París y Edimburgo, ahora que no voy a poder conspirar con él para denunciar la última tropelía y el penúltimo abuso de los derechos humanos, ahora que el correo nunca más me traerá sus nuevos poemas o pensamientos, lo que me queda es lo mismo que descubrí hace cuarenta y cinco años en la lejanía de Santiago cuando me encandiló esa primera obra, no me queda otra que esperar que habrá de seguir ayudándome a mí y a tantos otros a desentrañar los misterios de nuestra época gloriosa y miserable, lo único que me queda es agradecer la ferocidad del corazón con que persiguió la verdad de nuestra inmensa condición humana.
Fue en Chile y a principios de los años sesenta que por primera vez asistí a una obra de Harold Pinter, y fue una experiencia que alteró mi vida y mi literatura para siempre.
Lo más insólito de esa hora y media en que presencié El montaplatos fue cuán reconocible me resultó de inmediato aquella producción, casi familiarmente latinoamericana, pese a que había sido concebida en un inglés elíptico por un autor del distante barrio londinense de Hackney. Esa sensación de cercanía con Pinter la fui confirmando en los años que siguieron. Con cada obra teatral suya que conocí –y las devoré todas– se me fue haciendo más indispensable, más irremplazable. Fue Pinter el que me demostró cómo el arte dramático puede ser lírico sin versificar, poético por su mera capacidad de bucear en los ritmos enterrados de nuestras mágicas conversaciones cotidianas. Y me susurraba que a menudo hablamos, no para revelar lo que sentimos o pensamos, sino para esconder nuestra interioridad, para evitar aquella revelación. Y no tenía miedo del silencio ni de que sus personajes tartamudearan o cayeran en una retórica inescrutable. Y comprendía Pinter que si empujas con suficiente encarnizamiento aquello que llamamos lo real, si lo empujas con desesperación y porfía, es posible que se nos abra otra dimensión, algo fantástico, absurdo, delirante. Y sugería que las peores alucinaciones del miedo no deben estar inmunes del péndulo lacerante del humor. Pero todas estas lecciones de dramaturgia palidecieron comparadas con lo que me enseñó Pinter acerca de la existencia humana, acerca de –me atrevo a usar esa palabra– la política.
Desde el inicio, me visitó la intuición de que Harold Pinter estaba explorando un mundo profundamente político. No en el sentido patente y claro con que, a partir de la década de los ochenta, armaría obras en que sus personajes sufrían los embates de un estado policial, a la merced de un ejército o un dictadorzuelo o el torturador de turno. En las primeras, sobresalientes obras de Pinter de los años cincuenta y sesenta, su imaginación no tenía interés en disputar la arena de lo público ni tampoco, aparentemente, cambiar o mejorar el mundo. Sus protagonistas eran, por el contrario, los tristes ciudadanos de una intimidad asediada, únicamente obsesionados con la supervivencia personal y no colectiva.
Y, sin embargo, al atraparnos en aquellas vidas, Pinter estaba revelándonos las muchas gradaciones y degradaciones del poder con una brutalidad que no había remarcado yo antes en otros autores supuestamente dedicados a examinar la urgente contingencia política. Todo el poder, todo dominio y toda liberación comienza allá, nos decía Pinter, en esas habitaciones claustrofóbicas donde cada palabra cuenta, cada pequeña expresión puede traer la derrota, cada frase puede que se pague con alguna secreta moneda de futuro sufrimiento. ¿Quieres liberar a la humanidad de la opresión? Miren hacia adentro, miren hacia el lado, miren y registren la escondida violencia del lenguaje. Nunca olviden de que es en ese vocabulario donde se origina la otra violencia paralela, la que se cierne sobre el cuerpo ajeno.
Dos hombres en un sótano que deben matar a alguien. Un viejo vagabundo que se instala como cuidador en un aposento desolado. Una celebración de cumpleaños interrumpida por invasores insensatos y torpes. Una mujer que plancha y cocina mientras sospecha que alguien quiere echarle de su domicilio. Un hijo que retorna con una mujer enigmática al hogar corrupto del que huyó hace muchos años atrás. Escenas primordiales de traición y amenaza que podían estar transcurriendo en cualquier rincón de nuestro planeta, encarnaciones de un vasto paisaje del terror, la condición precaria en que reside la gran mayoría de la humanidad contemporánea, la historia ignorada del siglo veinte y probablemente de los siglos que lo han de suceder. Fue natural que yo proyectara sobre esas existencias nacidas en Inglaterra las sombras perturbadoras de mi propia Latinoamérica. ¿Cuántos Davies sin casa cruzaban las calles de Santiago de Chile? ¿Cuántas mujeres llamadas Rose o Rosa temían y deseaban un visitante desde su pretérito imperfecto? ¿Cuántos sicarios no se toman el tiempo en los subsuelos de Buenos Aires ayer, cuántos no nos estaban esperando mañana en algún subterráneo de San Pablo?
¿Y cómo contar esas historias, cómo respetar la incertidumbre de aquellas existencias al borde de la extinción, cómo desnudar esas máscaras, y hacerlo con ternura, hacerlo con amor hacia aquellas víctimas de su propia ilusión? Pinter había descubierto el secreto.
Y toda mi vida me ha rondado ese descubrimiento y ese talento, tan trastornado por sus obras que el primer libro que escribí, a los veintitrés años fue un examen de su teatro. Tanto me rondó Pinter que, muchos años más tarde, cuando empecé a escribir yo mismo en ese género, fueron su influencia y su estética las que me guiaron, hasta el punto de que le dediqué La muerte y la doncella. A esas alturas, ya nos habíamos hecho amigos, él y yo y su mujer Antonia y mi Angélica, pero todos nuestros encuentros y excursiones y cenas eran, de hecho, formas de continuar una conversación que entablé con él antes de que me honrara con su afecto. Sus personajes se caracterizaban por ser incapaces de comunicarse entre sí, por hallarse perdidos en el pantano de una soledad impenetrable, pero Pinter mismo jamás se sintió plagado por esa reticencia, siempre se hizo absoluta y meridianamente comprensible.
Ya en esa primera ocasión en que presencié una obra suya en Santiago supo Pinter desterrar, simplemente al darle un nombre, mi propio desamparo. Ahora que está presumiblemente muerto, ahora que debo enfrentar un mundo en que no podré llamarlo por teléfono y escuchar su voz seca y rasa, ahora que no voy a poder sentarme, como lo hemos hecho en Londres y Nueva York, en Gales y París y Edimburgo, ahora que no voy a poder conspirar con él para denunciar la última tropelía y el penúltimo abuso de los derechos humanos, ahora que el correo nunca más me traerá sus nuevos poemas o pensamientos, lo que me queda es lo mismo que descubrí hace cuarenta y cinco años en la lejanía de Santiago cuando me encandiló esa primera obra, no me queda otra que esperar que habrá de seguir ayudándome a mí y a tantos otros a desentrañar los misterios de nuestra época gloriosa y miserable, lo único que me queda es agradecer la ferocidad del corazón con que persiguió la verdad de nuestra inmensa condición humana.
Fuente: revista ñ
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