Aunque homogéneo, las interpretaciones son distantes unas de otras y es mejor el elenco masculino
Tres hermanas, de Anton Chejov. Traducción: Gerardo Fernández. Dirección: Luciano Suardi. Elenco: Stella Galazzi, Malena Solda, Carolina Fal, Alberto Segado, Gustavo Böhm, Germán Rodríguez, Nya Quesada, Osvaldo Bonet, Daniel Fanego, Guillermo Arengo, Iván Moschner, Muriel Santa Ana, Alejandro Ojeda, Francisco García Faure, Marta Pomponio, Lucas Lagré, Tomás Raele y Ulises Levanavicius. Escenografía: Oria Puppo. Iluminación: Jorge Pastorino. Vestuario: Magda Banach. Música: Carmen Baliero. Asesoramiento coreográfico: Andrea Chinetti. Producción del Complejo Teatral de Buenos Aires en el Teatro Regio, Avenida Córdoba 6056. Jueves a sábados, a las 20.30; y domingos, a las 19. Duración: 130 minutos.
Nuestra opinión: Buena
A comienzos del siglo XX, en la pequeña ciudad rusa de provincia cuya única amenidad consiste en la presencia de la guarnición militar, viven las tres hermanas Prozorov, hijas de un fallecido general que fue comandante de aquélla. Solteras, la mayor, Olga, y la menor, Irina, sueñan con volver a Moscú, el paraíso perdido donde pasaron sus primeros años. Masha, la del medio, la más inteligente, se ha casado con un mediocre profesor local y rumia su exasperación ante la mediocridad y la vulgaridad de sus vidas. Chejov, minucioso analista de la sociedad de su tiempo, si por un lado recuerda la admirable definición de su contemporáneo, el novelista norteamericano Henry James, dada por Borges -"un benévolo habitante del infierno"-, por el otro arriesga un moderado optimismo: en el futuro, la existencia humana será mejor.
Esta es una de las obras del dramaturgo ruso más frecuentadas en escenarios argentinos (las otras dos son La gaviota y El jardín de los cerezos ), de modo que bien puede prescindirse de describir su bien conocida trama. Baste decir que, según la óptica habitual de Chejov en sus dramas, y tal como la codificó Stanislavsky, las esperanzas serán frustradas; las aspiraciones, burladas; las mejores intenciones, desvirtuadas. Los trágicos griegos lo atribuían al Destino; los nietos de Freud lo atribuimos a las propias fallas internas de cada uno. Chejov se limita a mostrar y compadecer.
Basada sobre una finísima observación de conductas y una minuciosa preocupación por los detalles, en apariencia insignificantes, que las enmarcan -excentricidades, manías, prejuicios, rencores sofocados, contradicciones de nuestra naturaleza dual-, la inevitable erosión del tiempo es, para el dramaturgo ruso, la comprobación de la finitud humana y, a la vez, de su posibilidad de grandeza. No es casual que casi todas sus obras mayores terminen con la partida de un grupo de gente que abandona un lugar -la casa ancestral en El jardín de los cerezos , la residencia veraniega en La gaviota , la guarnición en Tres hermanas ; en Tío Vania se marcha la porción mala de la familia-, mientras los que se quedan se resignan a la ruina de sus vidas, confiando en que al menos Dios les dará un lugar en su reino.
Empresa difícil, siempre, la de poner a Chejov en escena. La puesta de Luciano Suardi es válida (buena idea, por ejemplo, en el primer acto, la ubicación en diagonal de la larga mesa familiar), pero fría. Ocurre algo curioso: las interpretaciones individuales son, en general, de homogénea calidad (más afiatado el elenco masculino que el femenino, exceptuando a una notable Carolina Fal), pero distantes unos de otros, como si trabajaran en órbitas distintas que nunca se cruzan realmente. ¿Nervios de la noche de estreno? Quizás -ojalá- se modifique en las próximas representaciones.
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