La performer transexual Phillippe Ménard asombra al mundo con un espectáculo basado en su relación animal con pedazos de hielo. Aquí, su historia de vida.
Para Phillippe Ménard, conocer una ciudad es sobre todo conocer su hielo. Una tarde, durante su intervención en el XII Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, se sube a un taxi amarillo y le indica al conductor una dirección en lo profundo de Suba, un barrio mestizo en el borde de la ciudad. El destino es una fábrica de hielo, la primera y la última que visitará en Colombia, y en ese acto privado agrega una nueva fábrica a la lista de las que ya conoció en países del mundo entero: México, Finlandia, Brasil, Argentina, Japón.
Cuando llega, un grupo de empleados la recibe con notoria perplejidad. Hace unos años decidió cambiarse de sexo y a cada paso deja una estela de androginia que en algunos crea un estupor difícil de disimular. Decidió, sin embargo, mantener su nombre, el que le pusieron sus padres en Nantes, esa colonia medieval al oeste de Francia, porque en muchos de los países por donde viaja no es una categoría ni masculina ni femenina. Esta tarde ella viste una remera sin mangas, un pantalón holgado y unas ojotas que exponen un pie desnudo, que en el contexto de la lana y los abrigos térmicos de los operarios es por lo menos un escándalo. Ménard, alta, delgada, camina entre las grandes máquinas con elegancia, dando largas zancadas. En el lugar la reciben con gestos ampulosos y la invitan a pasar a una oficina.
Tras algunas palabras de rigor, empieza el desfile de hielos. Los empleados pasan de a uno cargando pequeños recipientes con bloques de agua congelada para que ella los acaricie. Las manos de ellos, rugosas e inanimadas, sueltan el hielo con movimientos toscos y ella lo recibe con delicadeza, con la ternura con la que algunos acarician a un animal o a un niño. En donde todos ven un simple pedazo de hielo, ella ve una combinación única de textura, espesor y temperatura. Dice que todos los hielos son distintos, que no existen dos iguales. Debe ser una de las pocas personas en el mundo occidental que conoce con tanto rigor los matices que se esconden bajo esa apariencia impenetrable que tiene el hielo. Los esquimales tienen más de cien formas de nombrar la nieve, pero ella repite una única palabra con la tenacidad y la devoción con la que se desgrana una letanía: glace, glace, glace.
Se podría decir que Ménard tiene con el hielo una relación autobiográfica. Hace algunos años, ofreció un espectáculo de malabarismo en Burkina Faso, uno de los lugares más calientes de la tierra. La temperatura en el teatro era tan alta que los dueños del establecimiento idearon un artificio delirante pero efectivo: recubrir las paredes con gruesos bloques de hielo. La temperatura ambiente pasó a ser tolerable, pero la construcción glaciar no llegaba hasta el escenario. Ménard empezó entonces, de a poco, a deslizar sus malabarismos entre la gente hasta que en un arrebato de radicalidad apoyó su espalda en el hielo. Algo, entonces, sucedió. El hielo no la quemaba, pero tampoco la reconfortaba. Era una sensación más primaria, pero también más compleja: había encontrado en el hielo esa conjunción de muerte y belleza que le servía para pensar su propia identidad. Ese es el momento en el que se cifra el destino de su vida. Fue un momento importante también porque en la transformación del hielo, en el paso de lo sólido a lo líquido, encontraba la culminación de una obsesión que atravesó toda su vida, la del cambio de sexo.
A los diez años, Ménard sintió por primera vez que algo estaba mal con su cuerpo. El cuerpo de un hombre se sentía como un envase defectuoso, incongruente. Recién a los veinte decidió verbalizar esa inquietud, pero la sociedad y su entorno no estaban preparados para eso. La encerraron en hospitales y neuropsiquiátricos, la medicaron y la maltrataron, la acusaron de loca y de enferma. Entonces viajó por el mundo, escribió, pintó, hizo malabares. Hasta que una noche, en Burkina Faso, el hielo la redimió.
Pero aquí, en Bogotá, falta sólo una hora para que ella salga a escena. Los camiones ya cargaron quinientos kilos de hielo y muchos de ellos cuelgan del techo del teatro en esferas que estallarán en el piso durante el espectáculo. En Posición paralela al piso, obra con la que viajó a Buenos Aires el año pasado, Ménard hace malabares y destrezas estéticas con el frio, mientras la música incidental y de vaga inclinación psicodélica lo domina todo.
En ese vértigo de los minutos previos a dar sala, mezcla exacta de frenesí y pánico, mientras sus asistentes recorren ida y vuelta ese museo del escombro que es un escenario a medio armar, ella medita. Refugiada detrás de grandes auriculares y de un gorro de lana roja, se acuesta en el medio del caos y mueve su cuerpo con lentitud, controlando la respiración. Ese pequeño ritual la prepara mentalmente para eclipsar las inclemencias del hielo.
Es curioso: en 2007, cuando empezaba un nuevo año polar, Ménard se transformaba y el mundo vivía uno de sus deshielos más violentos, con un saldo de casi cien mil kilómetros de glaciares derretidos. El mundo es cada vez más cálido, pero eso para Phillippe Ménard no importa. En una sociedad dividida entre los que dicen preferir el calor porque se usa menos ropa y cambia el estado de ánimo, y los que adoran el frío por la profundidad emocional que también se le suele adjudicar a la noche, ella dice: "Yo nunca tuve frío".
Fuente: Revista Ñ
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