Agudo analista de la desmemoria nacional, Mauricio Kartun acaba de reestrenar la multipremiada "El niño argentino". Aquí, parte de un diálogo público organizado por Ñ, en el cual el autor reflexionó sobre esa obra y la vigencia del lenguaje teatral.
MAURICIO KARTUN
Mis primeras producciones teatrales estrenadas corresponden a la efervescencia de la época en la que fueron escritas, a principios de los 70. Eran años de corrección política. Se escribía lo que se debía escribir y se escribía en función de modelos prestigiados. Quien hacía teatro político tenía que hacer teatro brechtiano, digamos. Uno debía hablar de la política de manera respetuosa, bajando determinadas líneas políticamente correctas e instalando la discusión de ideas en las que uno creía, utilizando el teatro para exponerlas, casi como en una vidriera.
A partir de Pericones (1987) eso cambia en mi teatro. Aparecen la irreverencia y la incorrección. Instalo algo que retomo en los últimos años con El niño argentino (2006): empiezo a apedrear la vidriera. Ya no se trata de exponer las ideas de una manera bien iluminada, clara, y recomendando qué es lo que hay que hacer para que el país salga adelante y el pueblo encuentre su estado de dignidad y felicidad. No hay recetas para eso, y sí, lo que hay desde el arte, es la posibilidad de agitar ideas. Y agitar ideas, tiene que ver con esa imagen del ladrillazo a la vidriera. De una manera más desorganizada, más incorrecta y menos solemne uno empieza a hacer un revoleo de ideas para que el espectador reconstruya la imagen a partir de eso. En esa falta de solemnidad yo creo que encuentro un camino. Encuentro una forma. Una forma que tiene que ver conmigo, que tiene que ver con lo que a mí me conmueve y divierte.
El cambio había comenzado a gestarse antes, en verdad. A fines de los 70 empiezo a trabajar en el taller de dramaturgia de Ricardo Monti. Y, por primera vez, escribo otro tipo de materiales. Por primera vez empiezo a poner el ojo ya no sobre la gran realidad sino en la realidad personal. En la realidad propia y diminuta, en la cual descubro, algo tardíamente, una verdad como una catedral: que esa micro historia es tan expresiva de cualquier fenómeno ideológico como puede ser hablar de la historia del mundo. Empiezo a trabajar sobre un imaginario más personal, más íntimo, a mirar mi propio contexto histórico, los pequeños hechos de la vida y empiezo a comprender que el teatro, además de un medio de expresión y de un lugar de opinión es un juego. Un lugar lúdico en el cual cada uno de sus creadores, en realidad, lo que hace es instalar una serie de reglas de juego y jugar en función de esas reglas. Y que, buena parte del secreto de la expresividad o la falta de ella que pueda tener una pieza está vinculada con la comprensión del fenómeno del juego. Con entender que se trata de jugar a algo y que, para jugar, hay que hacerlo con los juguetes que uno tiene. Que no se puede jugar a un juego que inventó otro en una cancha a la que no se puede acceder.
Empiezo a jugar entonces con los pequeños elementos de mi imaginario: mi infancia en un barrio del Gran Buenos Aires, mi paso adolescente por el Mercado de Abasto trabajando en el puesto de mi padre... Si alguien se tomara el trabajo de armar una geografía de las obras de esa época —La casita de los viejos, Chau Misterix, Cumbia morena cumbia, Rápido nocturno aire de foxtrot...— comprendería que en realidad transcurren en una cuadra del barrio de San Andrés. Algo así como el espacio del paraíso perdido de la infancia.
Lo coloquial, a escena
Después de ser muy parecido a sí mismo durante veintitrés siglos, el teatro empieza a encontrar la posibilidad de aparearse con otras artes y a mezclarse con la poesía, con la plástica; empieza a entender que la danza tiene algo de teatral y que puede ser incluida y aparece el panorama complejo, rico y extraordinariamente expresivo que es el teatro del siglo XX.
¿Cómo está el teatro hoy? Comprendiendo que los fenómenos de competencia que tuvo que soportar desde comienzos del siglo XX y que en algún momento parecieron destruirlo —el cine y luego la televisión— comienzan a encontrar su propia crisis debido a la tecnología. En la condena tecnológica que sufren los soportes (celuloide, vhs, dvd, cd, etc...) aparece una notable valorización del soporte original. Se valora el cuerpo del actor como fenómeno conmovido, emocionado, ilusionado, en una expresión absolutamente minimalista. No hay menos que eso: un cuerpo iluminado frente al espectador en un estado tal que logra transmitir algo, que no es necesariamente un cuento, que no es necesariamente como antes, narración. El teatro empieza a ser entonces un juguete perdurable.
El teatro tiene dos aspectos apasionantes. El primero es el propio concepto de teatralidad. Es decir, hay un cuerpo vivo, frente a mí, desarrollando un acto hábil, sorprendente, de tal manera que yo siento. Yo soy testigo privilegiado de esto que está pasando frente a mis ojos y que no va a volver a repetirse. Porque si yo voy mañana a la función no va a ser igual. Y a la vez, la sensación de "me lo están diciendo a mí". Cuando Alcón trabaja en la sala Martín Coronado del San Martín para mil trescientas personas, vos estás sentado en la fila diez y decís: "Mirá cómo me mira". Ese fenómeno, el de la teatralidad, es extraordinariamente potente.
Otro de los aspectos relevantes del lenguaje teatral es lo coloquial. El hecho de construir una historia, una poesía, a partir del material de descarte mayor que hay en el mundo, que son las palabras. ¿Qué es lo que sobreabunda? ¿Qué no valorizamos? La palabra en sentido coloquial. El habla cotidiana. El teatro lo que hace es tomar ese material de descarte, este material sin ningún valor y elevarlo. Tomar lo profano y elevarlo a condición sagrada. Hace algo donde aparece, si se quiere, el acto mágico, el acto sorprendente de transformar la basura en arte.
Quiero decir que nosotros perdemos de vista la extraordinaria belleza de la construcción irregular. De lo dicho sin pensar en la necesidad de cuidar el armado conceptual. Una vez escuché este diálogo en el subte. Un chico le decía a una mujer: "¿Me despierta, tía?" y ella le decía: "Levantate, Luis. ¡Dónde va a ser un día como hoy!". Y me sorprendió su belleza. Quizás otra persona que lo escucha piensa, "qué mal habla". Y sin embargo lo coloquial tenía una belleza, una soltura en la cual "ser un día" cobraba un valor expresivo mucho mayor que si ella hubiera dicho: "Despertate que el día está muy bello y perderás contacto con un sol hermoso..." Eso es retórica.
Otro ejemplo: hace algunos días fuimos a comer con Mónica, mi mujer, y algunos amigos del Instituto del Teatro y después de un par de vinos, uno de ellos comenta sobre otro amigo actor (de quien no diré el nombre): "Yo no sé cómo hace pero ha batido todos los récords, Kartun. Mirá, en tal espectáculo, hace siete personajes y no hace ni uno sólo bien". Días después nos acordábamos y todavía nos reíamos a los gritos...
Es muy difícil que aparezca en la escritura eso que tiene que ver con el ingenio de la construcción popular, del habla. Esto, sumado a la teatralidad, que hace que me conmueva la emoción que tiene el actor en el cuerpo, es lo que yo creo que define la trascendencia del teatro. Eso es imcomparable, por eso yo vuelvo a firmar contrato con el teatro cada año.
Fuente: Revista Ñ
Mis primeras producciones teatrales estrenadas corresponden a la efervescencia de la época en la que fueron escritas, a principios de los 70. Eran años de corrección política. Se escribía lo que se debía escribir y se escribía en función de modelos prestigiados. Quien hacía teatro político tenía que hacer teatro brechtiano, digamos. Uno debía hablar de la política de manera respetuosa, bajando determinadas líneas políticamente correctas e instalando la discusión de ideas en las que uno creía, utilizando el teatro para exponerlas, casi como en una vidriera.
A partir de Pericones (1987) eso cambia en mi teatro. Aparecen la irreverencia y la incorrección. Instalo algo que retomo en los últimos años con El niño argentino (2006): empiezo a apedrear la vidriera. Ya no se trata de exponer las ideas de una manera bien iluminada, clara, y recomendando qué es lo que hay que hacer para que el país salga adelante y el pueblo encuentre su estado de dignidad y felicidad. No hay recetas para eso, y sí, lo que hay desde el arte, es la posibilidad de agitar ideas. Y agitar ideas, tiene que ver con esa imagen del ladrillazo a la vidriera. De una manera más desorganizada, más incorrecta y menos solemne uno empieza a hacer un revoleo de ideas para que el espectador reconstruya la imagen a partir de eso. En esa falta de solemnidad yo creo que encuentro un camino. Encuentro una forma. Una forma que tiene que ver conmigo, que tiene que ver con lo que a mí me conmueve y divierte.
El cambio había comenzado a gestarse antes, en verdad. A fines de los 70 empiezo a trabajar en el taller de dramaturgia de Ricardo Monti. Y, por primera vez, escribo otro tipo de materiales. Por primera vez empiezo a poner el ojo ya no sobre la gran realidad sino en la realidad personal. En la realidad propia y diminuta, en la cual descubro, algo tardíamente, una verdad como una catedral: que esa micro historia es tan expresiva de cualquier fenómeno ideológico como puede ser hablar de la historia del mundo. Empiezo a trabajar sobre un imaginario más personal, más íntimo, a mirar mi propio contexto histórico, los pequeños hechos de la vida y empiezo a comprender que el teatro, además de un medio de expresión y de un lugar de opinión es un juego. Un lugar lúdico en el cual cada uno de sus creadores, en realidad, lo que hace es instalar una serie de reglas de juego y jugar en función de esas reglas. Y que, buena parte del secreto de la expresividad o la falta de ella que pueda tener una pieza está vinculada con la comprensión del fenómeno del juego. Con entender que se trata de jugar a algo y que, para jugar, hay que hacerlo con los juguetes que uno tiene. Que no se puede jugar a un juego que inventó otro en una cancha a la que no se puede acceder.
Empiezo a jugar entonces con los pequeños elementos de mi imaginario: mi infancia en un barrio del Gran Buenos Aires, mi paso adolescente por el Mercado de Abasto trabajando en el puesto de mi padre... Si alguien se tomara el trabajo de armar una geografía de las obras de esa época —La casita de los viejos, Chau Misterix, Cumbia morena cumbia, Rápido nocturno aire de foxtrot...— comprendería que en realidad transcurren en una cuadra del barrio de San Andrés. Algo así como el espacio del paraíso perdido de la infancia.
Lo coloquial, a escena
Después de ser muy parecido a sí mismo durante veintitrés siglos, el teatro empieza a encontrar la posibilidad de aparearse con otras artes y a mezclarse con la poesía, con la plástica; empieza a entender que la danza tiene algo de teatral y que puede ser incluida y aparece el panorama complejo, rico y extraordinariamente expresivo que es el teatro del siglo XX.
¿Cómo está el teatro hoy? Comprendiendo que los fenómenos de competencia que tuvo que soportar desde comienzos del siglo XX y que en algún momento parecieron destruirlo —el cine y luego la televisión— comienzan a encontrar su propia crisis debido a la tecnología. En la condena tecnológica que sufren los soportes (celuloide, vhs, dvd, cd, etc...) aparece una notable valorización del soporte original. Se valora el cuerpo del actor como fenómeno conmovido, emocionado, ilusionado, en una expresión absolutamente minimalista. No hay menos que eso: un cuerpo iluminado frente al espectador en un estado tal que logra transmitir algo, que no es necesariamente un cuento, que no es necesariamente como antes, narración. El teatro empieza a ser entonces un juguete perdurable.
El teatro tiene dos aspectos apasionantes. El primero es el propio concepto de teatralidad. Es decir, hay un cuerpo vivo, frente a mí, desarrollando un acto hábil, sorprendente, de tal manera que yo siento. Yo soy testigo privilegiado de esto que está pasando frente a mis ojos y que no va a volver a repetirse. Porque si yo voy mañana a la función no va a ser igual. Y a la vez, la sensación de "me lo están diciendo a mí". Cuando Alcón trabaja en la sala Martín Coronado del San Martín para mil trescientas personas, vos estás sentado en la fila diez y decís: "Mirá cómo me mira". Ese fenómeno, el de la teatralidad, es extraordinariamente potente.
Otro de los aspectos relevantes del lenguaje teatral es lo coloquial. El hecho de construir una historia, una poesía, a partir del material de descarte mayor que hay en el mundo, que son las palabras. ¿Qué es lo que sobreabunda? ¿Qué no valorizamos? La palabra en sentido coloquial. El habla cotidiana. El teatro lo que hace es tomar ese material de descarte, este material sin ningún valor y elevarlo. Tomar lo profano y elevarlo a condición sagrada. Hace algo donde aparece, si se quiere, el acto mágico, el acto sorprendente de transformar la basura en arte.
Quiero decir que nosotros perdemos de vista la extraordinaria belleza de la construcción irregular. De lo dicho sin pensar en la necesidad de cuidar el armado conceptual. Una vez escuché este diálogo en el subte. Un chico le decía a una mujer: "¿Me despierta, tía?" y ella le decía: "Levantate, Luis. ¡Dónde va a ser un día como hoy!". Y me sorprendió su belleza. Quizás otra persona que lo escucha piensa, "qué mal habla". Y sin embargo lo coloquial tenía una belleza, una soltura en la cual "ser un día" cobraba un valor expresivo mucho mayor que si ella hubiera dicho: "Despertate que el día está muy bello y perderás contacto con un sol hermoso..." Eso es retórica.
Otro ejemplo: hace algunos días fuimos a comer con Mónica, mi mujer, y algunos amigos del Instituto del Teatro y después de un par de vinos, uno de ellos comenta sobre otro amigo actor (de quien no diré el nombre): "Yo no sé cómo hace pero ha batido todos los récords, Kartun. Mirá, en tal espectáculo, hace siete personajes y no hace ni uno sólo bien". Días después nos acordábamos y todavía nos reíamos a los gritos...
Es muy difícil que aparezca en la escritura eso que tiene que ver con el ingenio de la construcción popular, del habla. Esto, sumado a la teatralidad, que hace que me conmueva la emoción que tiene el actor en el cuerpo, es lo que yo creo que define la trascendencia del teatro. Eso es imcomparable, por eso yo vuelvo a firmar contrato con el teatro cada año.
Fuente: Revista Ñ
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