miércoles, 3 de febrero de 2010

Un mandala llamado Cemento en Buenos Aires

Fotos: Juan Vera y “Nacho” Sánchez

Por Katja Alemann
*

“Era la fiesta de la democracia”, recuerda y critica “la ignorancia con que destruimos nuestro entorno”.

Cemento fue construido con la herencia que me dejó mi querido padre, Ernesto Fernando Alemann. Una pena que tan costosa inversión, sobre todo por el aislamiento acústico, para no molestar a los vecinos con ruidos de trasnoche, fuese hecha en una playa de estacionamiento que Omar alquiló a comienzos de 1984. El dueño de esa playa fue el socio que mayor rédito sacó a tamaña inversión. Y debe ser probablemente él quien le devuelve su forma de origen, una playa de estacionamiento. Es coherente, ya que nunca le importó otra cosa que cobrar el alquiler. Por otra parte, ¿por qué debería importarle? Al fin y al cabo la leyenda Cemento, que quedará inscripta en la cultura nacional, no se hizo con su esfuerzo.

Y nosotros éramos jóvenes entusiastas que después de la clausura del Einstein, soñábamos con un espacio grande, austero, sin terciopelo ni espejitos, tan sólo el crudo material, un espacio en el que se pudiera actuar, bailar y también hablar, por eso la parte de atrás, pista y escenario, estaba aislada acústicamente de la parte de adelante, con la barra larga y las gradas. Mediante extensos conciliábulos con el arquitecto y el ingeniero acústico, finalmente fue concebida la límpida arquitectura con múltiples perspectivas que permitían usar el espacio escénico de miles de formas. Siempre fue un orgullo para mí pararme en algún lugar del colosal espacio y disfrutar de sus líneas y visuales y, especialmente, pararme en el centro de ese escenario de 11 x 14 metros, construido para mí, que amo la grandeza y el vacío. No cualquiera se para arriba de semejante escenario vacío. Para mí era un lujo, inolvidables momentos de fuerza e inspiración. Llevados por ese fervor, no previmos demasiado las realidades que se nos avecinaban. Pero no tardamos en crecer…

La inauguración. La tempestuosa noche del 28 de junio de 1985, en medio de torrenciales lluvias y truenos, con Cemento y sus pisos recién hechos, inundado, acometimos la inauguración, literalmente, contra viento y marea. Recuerdo a Omar, o lo que quedaba de él, subiendo al techo para ver por dónde se filtraba tanta agua, y al mejor estilo Sturm und Drang sentirse vencido por la tormenta. En ese momento, yo, para hacer gala de ese estilo posromántico también, di la voz de comando, propia de la valquiria que encarnaba: “¡abrimos igual!”. Y dejó de llover, y miles de personas pasaron por allí esa noche, embadurnando sus zapatos para siempre en esa inolvidable inauguración de “Cemento en obra” porque de hecho, la obra todavía no estaba terminada.

En medio del destape de la democracia, del sueño de que otro mundo era posible, y del apetito de fiesta que reinaba en esos tiempos, nosotros presentamos un nuevo modelo de estética cultural. Venían de todos los sectores sociales a ver qué era Cemento. Recuerdo estar sentada en las gradas mirando semejante diversidad y pensar que nunca me hubiera imaginado que eso iba a suceder. Rugbiers, oficinistas, obreros, políticos, artistas de todas las especies, personas de cualquier clase se daban cita para venir a curiosear. Era verdaderamente la fiesta de la democracia. Y en medio de eso, dimos rienda suelta a todo el potencial artístico reunido en la época. Todo lo raro, original e impredecible pasaba en Cemento. Tantos artistas que hoy recordamos o seguimos admirando, formaron parte de su historia.

Al año siguiente no tardó en abrir la competencia, que usó todos nuestros recursos pero con sponsor de varias marcas. A partir de entonces para poder seguir pagando el alquiler, Omar empezó con la programación de bandas de rock y Cemento comenzó a ser lo que hoy forma parte de su mito, la catedral del rock.

En lo que respecta a mi persona, al separarme de Omar en el 87 y formar posteriormente una familia con dos hijos, mi actividad y participación en Cemento fue mermando. No obstante, la sociedad continuó algunos años más hasta que decidimos disolverla y quedó sólo la amistad.

La demolición. Hace apenas unos días, sentada en el jardín de la casa de uno de los tantos rockeros que pasaron por Cemento, me mostraba orgulloso un pedazo de Cemento que le habían traído otros rockeros que pasaban por casualidad por la puerta, en el momento de estar siendo demolido. Se llevaron un trozo de pared para quedarse con algo, un pedazo del imaginario colectivo, el lugar que deja de ser lugar para entrar en el mito. Me quedé mirando ese pedazo de pared, pintada del color que habíamos elegido para su última remodelación, cuando en el 2003 organicé las preciosas fiestas electrónicas de “Las mil y una noches de Cemento”, un gris oscuro que tapaba los grafittis de la parte de adelante, dónde estaban las gradas. Los grafittis de atrás, por supuesto, eran parte imborrable de la orgullosa historia de tantas noches a lo largo de casi veinte años.

Tuve la epifanía del mandala, aunque creo que para ser rigurosamente un mandala, debería haber sido una obra acabada, ya que los budistas borran el mandala que pudo haberles llevado meses dibujar en arena de colores, una vez acabado el diseño. Del polvo vienes y al polvo volverás.

Cemento, en realidad, no era una obra acabada, generaciones y generaciones hubieran seguido pasando por allí para ejercitar su libertad. Sempiternas tribus de adolescentes rompelotodo, que destruyendo al ”padre” –el espacio otorgado en este caso–, consolidan su identidad. Muchos recordarán los imposibles baños de Cemento, en los que había que encadenar espejos y cubrir de hierro los inodoros, para que no terminen destrozados una y otra vez. Hasta recuerdo una noche de tintes medievales, donde los que se habían quedado afuera se apoderaron de un poste de la calle para embestir entre todos y tomando carrera, en el portón grande de Cemento y poder entrar sin pagar.

Cemento fue un lugar de desafíos. Un lugar duro, como el cemento. Pero fue el lugar de inclusión de todos los sectores y públicos, sin discriminación, el que más espectáculos organizó a beneficencia, el que cedió el lugar sin lucro a diversos emprendimientos de otros. Ha sido un reducto alternativo para hacerse fuerte y surgir como artista. Lo han tenido a Omar, generoso consejero del éxito y de los fracasos, estratega excéntrico que se ganó el apoyo incondicional de algunos y la antipatía expresa de otros, pero siempre estuvo ahí, bancándosela.

La tragedia fue devastadora. Nadie pensó en Cemento. Alguna vez a mí se me cruzó por la mente que ojalá alguien quisiera rescatar ese espacio inspirado y hacerlo brillar de nuevo. Alguien que piense en nuestro patrimonio cultural. Pero no. De polvo eres y al polvo volverás.

Es una buena lección. Creo profundamente en nuestra insignificancia. Todos los días nos encontramos ante el abismo de tener que significar nuestra existencia. ¿Qué sentido tiene lo que hacemos?

Mi única preocupación en esta segunda parte de mi vida es el mundo que le dejaremos a las generaciones venideras. La espantosa inconsciencia con la que destruimos nuestro entorno demuestra la ignorancia que se cultiva día a día. Ignorancia que ha sido la causa de la tragedia. Ignorancia que se lleva todo, mares, tierras, aires, ríos, montañas, cromañones y cementos.

* Actualmente Katja Alemann desarrolla el programa neo ambiental ReciclARTE que trabaja con el Municipio de Tigre y propone la reflexión artística sobre problemas ambientales (www.reciclarte.com).

Fuente: 7 Días

No hay comentarios: