A los 72, el mítico fundador del Odin, grupo que marcó tendencia en el teatro mundial, pasó por Buenos Aires y aceptó esta entrevista exclusiva en la que repasa su vínculo con la escena argentina
Por: Juan José SantillánItaliano de origen, Eugenio Barba ha desarrollado casi toda su carrera en Dinamarca, donde el director, de 72 años, fundó el Odin Teatret en 1964. El grupo tiene su sede en Holstebro, un pequeño pueblo danés a cinco horas en tren de Copenhague. Desde aquel lugar, mediante intercambios con artistas de Asia, Latinoamérica y Europa, sus integrantes han trazado una de las experiencias teatrales más intensas e influyentes del siglo XX. De hecho, su casa es un gran centro de documentación en artes escénicas, debido también a que fundó, en 1980, la Escuela Internacional de Antropología Teatral. Andariego, viaja por el mundo y se nutre de danzas kathakali de la India, la pantomima clásica europea o la ópera china.
De paso por Buenos Aires, Eugenio Barba rememora su historia con la Argentina. "Este país -dice- son las personas que han significado mucho a nivel emocional y de proyectos en mi vida y en la vida del Odin. Cuando venimos aquí no somos una compañía teatral que hace espectáculos y se va. Tenemos otras motivaciones profundas que no son sólo el intercambio artístico. Va más allá de eso, se trata de biografías". Quizás por eso, Barba se emocionó al nombrar a Osvaldo Dragún -ideólogo de Teatro Abierto- en su discurso por el reconocimiento Honoris Causa, que le otorgó el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA).
La relación del Odin con Latinoamérica comenzó en 1976, con la invitación del argentino Carlos Giménez, director del Festival de Caracas. Dos años más tarde, se realizó el primer Encuentro Internacional de teatro de Grupo en Perú, organizado por Cuatrotablas. Ese lazo se mantuvo intacto. Antes de su arribo a Buenos Aires, Barba estuvo en Ayacucho, donde se llevó a cabo la edición 2008 de este evento.
En Perú homenajearon al Odin. ¿Qué impresiones tiene del encuentro?
Fue conmovedor por el gran esfuerzo del grupo Cuatrotablas y porque llegaron muchos jóvenes que no mostraron una gran efervescencia artística pero sí una gran curiosidad. Los resultados que vi no fueron muy interesantes. Fue una repetición de esquemas y modelos que ya han sido utilizados durante treinta años. Y considero que cada generación tiene que aportar su carga. Es importante tener una tradición, pero al mismo tiempo, para mantenerla en vida, tienes que renovarla.
Acerca del arribo del Odin a Caracas en el '76, señaló que la llegada manifestó "política del teatro y no un teatro político". ¿Qué resonancias quedaron de aquella reflexión?
En 1978 el Odin presentaba una provocación en América latina. Era el momento más fuerte del compromiso político del teatro y llegábamos con una gran conciencia hacia lo que llamamos "la ética del oficio". Tuvimos un diálogo y también una discusión violenta con mis amigos latinoamericanos que para mí fue muy fértil. Toda mi reflexión sobre la antropología, sobre los principios técnicos que son comunes a pesar que las formas son diferentes, surgió del encuentro con Latinoamérica.
¿Cómo sobrevive la dinámica del teatro de grupo?
Lo que caracterizó a la generación del teatro de grupo, en los setenta, fue un rechazo de algunos modelos. Un deseo de compromiso que tomó dos líneas que, a veces, se mezclaban. Una, el compromiso político, social. Otra, un compromiso de "laboratorio". De un lado, Brecht; del otro, Grotowski. Toda esa mística, ese compromiso, se ha perdido. Entonces queda lo que siempre fue nuestro oficio: un pasatiempo que debe ser económicamente rentable y que, al mismo tiempo, se reduce a la satisfacción de los objetivos privados de cada persona. Antes el grupo iba más allá de todo eso. Esta es la situación no sólo en América latina sino en Europa. Todavía tenemos un teatro subvencionado y otro comercial que no necesita ser financiado porque es autónomo económicamente. Eso no es negativo, sólo discutiendo cada caso específico podemos comprender si esa palabra comercial tiene algo de superficial o, al contrario, tiene algo de extremamente especial. Fuera de esos dos formas, estatal y autónoma, hay un territorio que he llamado "tercer teatro", muchos jóvenes que quieren hacer teatro y al mismo tiempo se reúnen sólo en proyectos. En esto siguen lo que siempre fue el teatro: la gente se juntaba, no para un proyecto artístico, sino para una empresa comercial que proveía diversión. Cuando se terminaba el contrato, esas compañías se desprendían y creaban otra. Hoy es la misma situación. Eso ha sido la naturaleza del teatro.
¿Cuando se limpia la efervescencia de una época queda el teatro como un pasatiempo?
Exacto. Encuentro una situación muy interesante. Por un lado dar diversión; por otro lado, este pasa tiempo minoritario puede contener un enorme sentido. En Sarajevo, durante la guerra, la función del teatro, que le devolvía a la gente la sensación de estar juntos, era importantísima. Como también, en cierto sentido, fue un pasatiempo el Teatro Abierto en Buenos Aires. La censura intervenía, pero el hecho mismo que algunos directores, autores, actores, técnicos logren reunir a la gente, a pesar de las reglas del juego impuestas por los militares, le daba al pasatiempo otro valor. Por eso, el hecho de ser pasatiempo depende mucho del contexto. Y de qué situación ese pasatiempo permite al espectador evadirse; qué realidad él puede abandonar para ver otra.
¿Qué toma el Odin de los intercambios con Latinoamérica?
La revitalización de nuestro sentido de hacer teatro. El encuentro directo con actores y directores nos hacen comprender la importancia de lo que hacemos. Nosotros los ayudamos a continuar y, de nuestro lado, muchas veces, pensamos en nuestros hermanos latinoamericanos que han aguantado años de trabajo y de lucha, aún más dura que la nuestra. Eso me alimenta todavía hoy. No las formas, sino el valor que los teatreros latinoamericanos supieron dar a su manera de hacer teatro.
Hablaba de biografías y la importancia más allá de los resultados artísticos de su contacto con Argentina. Usted reconoció el trabajo de El periférico de Objetos, pero no pasa por allí la relación que tiene con el teatro de Buenos Aires.
Nunca he tenido contactos personales con la gente de El Periférico. Hay un director que admiro muchísimo, Ricardo Bartís. Uno reconoce en él a un gran artista de teatro. Pero al mismo tiempo, hago teatro porque es la posibilidad de crear otras relaciones humanas. Es importante el resultado artístico, pero a veces eso pasa a segundo orden cuando ves a las personas que hacen teatro en otras categorías: un coraje cotidiano, una continuidad de una actividad anónima que contiene una resonancia en el medio donde se desarrolla. No utilizo categorías artísticas sino culturales. Y la cultura es la manera en cómo se establecen ciertas relaciones entre los seres humanos y según qué criterios. Todo lo que ha sido el teatro de grupo, y a quienes llamo el "tercer teatro", que no son precisamente los privilegiados, son quienes siempre nos han invitado a participar, con grandes sacrificios. Esto es, a nivel humano, lo que me fascina y me gratifica.
Fuente: Clarín
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