Unas diez mil butacas se ocupan cada fin de semana con 156 puestas en escena. Con estéticas diversas, hablan algunos de los protagonistas de esta dramaturgia joven e independiente. ¿La pyme teatral reemplaza al espectáculo clásico con público masivo? Aquí, los rasgos del fenómeno y sus aristas más polémicas.
Pablo Schanton
Números: 100.540 espectadores asistieron en setiembre al IV Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires. De 10.000 butacas dispone el teatro independiente porteño. 156 espectáculos ofrece la ciudad un sábado (hay más que en Londres, por ejemplo). Según una investigación de Juan Garff y Ana Groch, fue a partir de la crisis del 2001 que se empezaron a abrir más salas independientes (a razón de 10 por año desde entonces), cumpliendo con el mandato de resistencia cultural que inauguró el Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta en 1931. Detrás de tanta oferta y demanda, subsidios estatales (mínimos), becas e invitaciones a Festivales europeos, ¿habrá un teatro nuevo gestándose? Salgamos a ver qué hay este fin de semana .
Escena 1: Un refugio de la realidad
"Hola. Este mensaje es para Pablo, quería confirmarle que hoy hacemos la obra aunque el cielo esté encapotado. Lo esperamos un rato antes para compartir un té o un cognac. Gracias." La voz al teléfono le pertenece a Moro Anghileri, una joven dramaturga porteña (26 años). La chica montó la pieza Alicia murió de un susto al aire libre, en un jardín al fondo de la Papelera Palermo. Así que, en caso de llover, está en problemas. Sentado uno sobre un banco largo en una galería mientras enfrente los actores van y vienen por un corralito de pasto en penumbras, qué lejos queda la idea de teatro tradicional con su fila de butacas frente a un escenario alto. Actuar para estos hombres y estas mujeres implica hacerle frente a la intemperie (se embarran) y a los imprevistos de la coyuntura (grita un gato; se vuelca un farol y se incendia). Hay un respirar asmático y esa vividez sensorial recuerdan el uso del cuerpo y de la materia que hace Federico León (Buenos Aires, 1975), uno de los dramaturgos jóvenes más extremos y poéticos (actualmente sin obra en cartelera) ya convertido en un clásico por la babosa Cachetazo de campo (1997), la acuática 1500 metros sobre el nivel de Jack (2001) y la contusa El Adolescente (2003).
El tema central en Alicia... es la protección contra una peste que incuban las vacas pero ya está llegando a los humanos. A varias cuadras de ahí, en el Abasto Social Club, Juan María Muscari presenta Grasa. Aquí un grupo de argentinos se encierra en un cubículo aséptico para no tomar contacto con los bolivianos que han invadido y colonizado el país. A menos cuadras de Grasa, en Del Abasto, dan Ars Higiénica a cargo de Ciro Zorzoli y su compañía La Fronda. En esta obra, los personajes se automatizan en obsesas rutinas de orden e higiene con tal de aislarse ante el peligro de la suciedad y el caos.
En definitiva, las tres obras no sólo tematizan la necesidad de un refugio ante un contexto inhóspito y fatal, también son muestras de esa necesidad. El teatro se convierte así en un asilo perceptivo y en un ejemplo de sociabilidad tribal en tiempos de tele y ciberculturas globales: se trata de gente que se junta a recuperar los sentidos. "El teatro actual en Buenos Aires es como un fenómeno de casa tomada, de tomar lugares abandonados y convertirlos en salas", cuenta Ana Alvarado, quien comparte con Daniel Veronese y Emilio García Whebi la fundación de El Periférico de Objetos desde 1989 (ver Ñ 02). "Es un fenómeno de pasión a nivel micro: acá hay un teatro con algo de ceremonia de la carne. En Europa se sorprenden mucho de cómo le ponemos el cuerpo a la crisis." La clave es "hacerse un lugarcito." El teatro argentino practica un urbanismo a contrapelo de las políticas oficiales de "desproducción" porque desarrolla las "pymes", recicla casonas al borde de la demolición y hasta fábricas cerradas (Grissinópoli, IMPA). El sueño de la sala propia también alimenta una autolegitimación donde ya no cuenta la crítica de otros ni la dialéctica con el exterior. Cada teatrista consagrado cuenta con escenario propio: Norman Brisky (Calibán), Alejandra Boero (Andamio 90), Ricardo Bartís (Sportivo Teatral), Raúl Serrano (El Artefacto), Lorenzo Quinteros (El Doble), Pompeyo Audivert (El Cuervo). Y, en casos como el de Inés Saavedra a cargo de La Maravillosa y protagonista de Cortamosondulamos, la conversión de la propia casa en sala también lleva a un trato personalizado con el público (como son sólo 40 sillas, cada una está reservada a alguien, cuyo nombre, a la hora de sentarse, es convocado en voz alta como en la escuela). Lo político del nuevo teatro porteño radica hoy más en los modos de producción y en los rudimentos de socialización que propone, antes que en los contenidos (la "épica progresista" de los 70). "Veo que ahora los teatristas son más honestos que en 1973, año en que estrené una obra de connotaciones políticas como Civilización o barbarie?", reconoce el histórico Mauricio Kartún. "El creador hoy acepta el compromiso dentro de su pulsión personal y no usa el compromiso político como un uniforme sin el cual no pertenecías al sistema teatral vigente. Como han desaparecido las estructuras partidarias, el compromiso tuvo que encontrar nuevas formas", dice Kartún.
Escena 2: La única verdad es el antirrealismo
Hay dos opciones —"Final triste muy triste" o "Final triste más o menos"— y el público vota por la primera. Todos, actores y espectadores terminan llorando juntos. Estamos en el Rojas y es el último capítulo de Bizarra, una saga en diez episodios (a uno por semana) que su autor, Rafael Spregelburd, definió como "una telenovela teatral sobre la lucha de clases explicada a los niños que usa procedimientos del kitsch para producir extrañamiento." Tal espectáculo, que suma en total unas 15 horas y más de 50 actores, no presenta antecedentes en la historia del teatro nacional. "Al final, no importó la obra en sí, sino la fiesta que se producía con el auditorio", cuenta Spregelburd. "Y una fiesta armada desde una bobalicona mutua confianza, no desde el miedo o el peligro como en De La Guarda. La gente compró el álbum de figuritas con los personajes de la obra y se las intercambió; los que se perdían un episodio le preguntaban a otros cómo había sido. Se volvió un ritual para 200 personas por función. Por eso, no entiendo el reclamo de seriedad que me hacen algunos teatristas. Si sabés que vas al circo, ¿por qué me reprochás que no te hable de los desaparecidos? En el último capítulo hay una asamblea popular. Es una broma cruel y a la vez una pregunta sobre el destino de la democracia en un país donde todo dura lo que duró la euforia de pasar del que se vayan todos al que se queden todos. "
Spregelburd estrenó su primera obra maestra, Remanente de invierno casi una década atrás. Aquí la comunicación entre los personajes consistía en diálogos de sordos donde se discutía si se había dicho Hacia o Hasta hasta acabar en mutuos ¿Qué dijiste que dije? Nadie había llegado tan lejos en eso de deconstruir el lenguaje dentro de la dramaturgia nacional. Darío Lopérfido, por entonces al frente del Rojas, promovió la "Nueva dramaturgia", la cual entonces se daba a conocer como el colectivo Caraja—Jí integrado por Javier Daulte, Alejandro Tantanián (hoy coordinador del área teatro del Rojas), Jorge Leyes, Ignacio Apolo y otros, además de Spregelburd.
Con el grupo Caraja—Jí, un gran corte generacional al proyecto testimonial e ideológico de Teatro Abierto (del 81 al 85, protagonizado por Ricardo Halac, Osvaldo Dragún, Roberto Cossa), queda establecida una regla de oro del nuevo teatro: el antirrealismo. "Siempre he defendido la importancia del teatro como mentira", escribió Spregelburd y hoy agrega: "El teatro es una herramienta para escapar de la realidad sin que te acusen de frívolo. Actuar es vivir donde no vivís y las escuelas de teatro están llenísimas por el deseo que tiene la gente de salirse de sí misma. La única responsabilidad del teatro es lúdica, ni científica ni social". La directora Vivi Tellas (ex diva del Parakultural hoy a cargo del teatro Sarmiento) sintetiza así algunos lineamientos del nuevo teatro, con antecedentes en el absurdo extremista de Alberto Ure y la dramaturgia de intensidades estilo Ricardo Bartís: "Se trabaja con los actores como personas, no sólo como instrumentos para decir un texto. La nueva dramaturgia reorganizó todos los signos teatrales: busca contar algo no sólo con acciones y palabras sino con el espacio y con los objetos. Desde el fin de la dictadura, hubo un teatro que prefirió no ser pedagógico, no enseñar cómo se debe pensar o vivir. Un nuevo público encontró ahí el atractivo de desconcertarse y por eso prefiere las cosas arriesgadas a la complacencia."
Escena 3: Un poco de realismo puede ser mucho
Hay una cama en el centro de la escena. Ahí vemos a la madre enferma. La cuidan su hijo y su hija. Durante una hora, en La Jaqueca de Cristián Drut pesan la incertidumbre y el tedio de una convalecencia en tiempo real. Música, nada. Como estamos tan cerca de los actores en la salita de El Excéntrico de la 18, se duda en carraspear o desenvolver un caramelo. El efecto es el de una intromisión: el público no contempla una situación, se entromete en un cuarto de enfermo.
La entrada del espectador a la escena también es parte de La Forma que se despliega, el intenso experimento que actualmente Daniel Veronese dirige en el Sarmiento. Sólo que en este caso el ámbito es un living. Veronese se propone responder a la pregunta que rige el ciclo "Biodrama" bajo la dirección de Vivi Tellas: "¿Es posible un teatro documental, testimonial? ¿O todo lo que aparece en el escenario se transforma irreversiblemente en ficción?" Y su respuesta subraya lo de "irreversiblemente": la obra se acerca a un dolor innombrable, el de una madre al perder su hijo, pero al mismo tiempo señala que lo que vemos es a una actriz haciendo de esa madre que trata inútilmente de describir lo que siente. En Drut, en cambio, el hecho de sumergirse en un fragmento de hiperrealismo (casi una pornografía del costumbrismo) es lo que exaspera. Y pensar que Drut en 1998 puso La historia de llorar por él (Ignacio Apolo), una obra que formaba parte del catálogo Caraja—Jí donde se oían cosas como "A veces lloro de más. Un vicio del realismo". Drut se distanció pronto de esa estética deconstructiva que tachó de "ombliguista", más interesado en contar historias. Días atrás, via telefónica desde Madrid, nos decía: "Mi generación, los que ahora tenemos 30, no produjo grandes historias. ¿Será que es una generación a la que no le interesan los grandes asuntos?. El año pasado estudié con Augusto Fernándes y adoré escuchar a ese tipo. ¿Por qué no hay directores de 30 que se metan con clásicos? Yo estoy intentando un nuevo camino: en La Jaqueca utilicé elementos de Las tres hermanas de Chejov. Creo que después de tanta rareza, tanta autorreferencialidad, tanta comedia irónica viene bien algo de realismo. Por eso me gusta lo que hacen Luciano Suardi (En casa, en Del Otro Lado) o Mariana Obersztern. Mi generación ya es la dueña de la escena actual. No creo que haya que oponerse a los abuelos del 60 como Roberto Cossa o Carlos Gorostiza, porque ya no tienen el mismo poder o el prestigio de antes. Ahora tiene que aparecer gente de 20 que nos dé una patada en el traste a nosotros."
Informe: Socorro Estrada
Fuente: Clarín
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