domingo, 20 de diciembre de 2009

Art corporel o el mordisco hecho arte

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Obra de pintura corporal creada por Kim Joon, cuya galería tienen que ver.

El Body Art se impone en los sesenta como respuesta al desorden político y cultural

Las primeras tentativas las lanzaron ya, a principios de los 60, artistas como Piero Manzoni o los Accionistas vieneses, aunque no fue hasta comienzos de los 70 cuando el Body Art o arte corporal se convirtió en movimiento artístico. Muecas, mordiscos o marcas fueron la primera respuesta a la enfermedad social creciente tras el desorden político y cultural de 1968, y la exposición Art corporel, en la ya desaparecida galería Stadler de París, la primera en reunirlos. De ello nos escribió, poco antes de su muerte, Juan Antonio Ramírez, una de las firmas más lúcidas del arte contemporáneo español. Valga esta colaboración en nuestros Hitos del Arte como particular y sincero homenaje.


En los orígenes del arte están los cuerpos, no las cosas, y por eso es difícil para los antropólogos distinguir entre el mimetismo animal o natural de muchas danzas primitivas y los eventuales resultados pictóricos o escultóricos producidos en el curso de algunos rituales. Sabemos también que el cuerpo humano ha sido el gran tema del arte académico, a lo largo de varios siglos. Pero una cosa es la representación anatómica, efectuada sobre cualquier soporte o con diversos materiales, y otra muy distinta la consideración de los cuerpos reales como materia misma del arte. De ello trataba la exposición Art corporel que se abrió en la galería Stadler de París en enero de 1975, y que supuso un hito en la cristalización de las ideas y de las actitudes relacionadas con esta problemática. “El cuerpo es el dato fundamental”, escribió entonces François Pluchart en un Manifiesto del arte corporal que fechó el 20 de diciembre de 1974. “El placer, el sufrimiento, la enfermedad, la muerte se inscriben en él y, al filo de la evolución biológica, conforman al individuo socializado (...) Nada escapa a esta opresión de todos sobre todos que decide sobre el recorrido morfológico del estado de los lugares del cuerpo, dispuesto siempre a ser investido por nuevas ideologías”. Ya vemos que esta emergencia del cuerpo físico en el territorio de las artes visuales tenía un componente político que delataba la herencia de movimientos anteriores como el situacionismo, el freudo-marxismo, y toda la constelación de actitudes desencadenadas por las revueltas de 1968. El cuerpo fue entonces la desembocadura o el lugar de confluencia de muchas pulsiones, y es posible que, en términos históricos, pueda verse en la potente emergencia de esta problemática un deseo de trasladar hacia algo tangible los anhelos colectivos más queridos de aquel momento, y de exorcizar de alguna manera, también, los más sonoros fracasos.

En la exposición de la galeria Stadler había obras, entre otros, de Vito Acconci, Chris Burden, Duchamp, Gilbert & George, Michel Journiac, Bruce Nauman, Hermann Nitsch, Dennis Oppenheim y Gina Pane. No es una nómina completa de todo el arte corporal producido entre los 70 y 90, obviamente, pero sí podemos detectar ahí ejemplos representativos de las principales actitudes o subvariantes de esta tendencia. El más veterano de todos era el difunto Marcel Duchamp (1887-1968), héroe histórico del dadaísmo, pero reconocido ya a mediados de los 70 (también) como padre fundador de otros muchos movimientos del arte contemporáneo. Su empleo del cuerpo había sido benevolente e irónico, nunca agresivo ni autopunitivo. Una obra muy conocida, en este sentido, fue la creación del alter ego femenino conocido como Rrose Sélavy, que consistió en la firma con este nombre de algunas obras y en ciertos disfrazamientos de mujer. El obvio juego de palabras (significa algo así como “el amor es la vida”) da una idea de la gran importancia que concedió al erotismo. Para realizar A toile Duchamp se cortó el cabello de modo que éste dibujaba una estrella sobre su cabeza y, jugando con la ambivalencia fonética, dio a entender que la tela (el lienzo del pintor) era ese destello cósmico que apuntaba al lugar verdadero del arte: el cráneo, donde está el cerebro. Herederos de esta actitud más bien amable hacia la corporalidad fueron Gilbert & George que actuaron como si fueran un dúo de cantantes, presentándose a sí mismos en los espacios del arte a modo de estatuas vivientes.

Pero no fueron obras de este tipo las que dieron su mayor celebridad al arte corporal sino otras más agresivas. Conviene aquí distinguir entre dos actitudes muy diferentes: una de ellas consideró el arte del cuerpo como un espectáculo, más o menos estremecedor, dirigido primordialmente a un público que podía eventualmente participar en las acciones pero que era básicamente un ente pasivo al que se le ofrecía una suerte singular de entretenimiento. Ni los actores coincidían necesariamente con los artistas ni los espectadores eran una entidad esencial en la creación de las obras. Una parte importante del accionismo vienés de los 70 puede encuadrarse en esa línea, y muy en especial el trabajo de Hermann Nitsch, que se hizo célebre por sus representaciones de rituales “orgiástico-mistéricos” en los que vertía sobre los cuerpos desnudos de seres humanos vivos la sangre y las vísceras de animales, sacrificados para la ocasión.

De estas acciones resultaron obras “objetuales” como fotografías o lienzos ensangrentados que fueron vendidos luego. Este fue el propósito, por cierto, de algunas imágenes estremecedoras de Rudolf Schwarzkogler en las que aparecían modelos heridos, envueltos en gasas sangrantes, y que dieron pie a la curiosa leyenda (infundada) de que el artista murió como consecuencia de una supuesta automutilación del pene. Se suicidó, en realidad, tirándose por la ventana (como hizo luego también la artista cubana Ana Mendieta) en una tentativa de emular, tal vez, el Salto en el vacío que había escenificado Yves Klein en 1960 en una célebre fotografía trucada. Otros accionistas vieneses sí adoptaron más claramente la idea de llevar a cabo con sus propios cuerpos trabajos artísticos muy estremecedores. Es el caso de Otto Möhl o Gönther Brus que ejecutaron ante el público acciones coprofílicas o se sometieron a pruebas extremadamente dolorosas. ésta es la subvariante más llamativa del arte corporal, y ya estuvo representada en la exposición de la galería Stadler con los trabajos de otros varios artistas. Vito Acconci, uno de ellos, nos parece hoy bastante inocente, registrando en su cuerpo las marcas de sus propias mordeduras, o masturbándose escondido en el subsuelo artificial de la galería (Seedbed, 1971). Las obras de Chris Burden o la territorialización corporal del espacio que hizo Bruce Nauman iban a tener mayores consecuencias, vinculadas como estaban a las complejas corrientes del postminimalismo, muy influyentes desde los años 70 hasta hoy. Pero es inevitable que la imaginación colectiva se haya quedado enganchada con los trabajos más autopunitivos de creadoras como Gina Pane, o de otras que emergieron en la escena poco después, como Marina Abramovic u Orlan. Estoy hablando de mujeres, pues es un dato incontrovertible que el arte corporal ha estado más feminizado que otras corrientes del arte contemporáneo. La primera acción ante el público de Gina Pane consisti&oa cute; en ascender descalza por una escalera en la que había cuchillas de afeitar (Escalada sin anestesia, 1971). Su experiencia del dolor debía considerarse catártica para ella y para los espectadores. Pero había también un sentido algo religioso implícito, un deseo de regeneración, tal como se desprende de algunas de sus declaraciones: “En mi reflexión -declaró en una entrevista de 1989- me decía que había mártires que han tenido cuerpos heridos, quemados y que ese cuerpo no es el mismo que el que cada uno de nosotros tenemos. Precisamente era ese segundo cuerpo el que comenzó a interesarme”.

Se insinúa ahí una de las pulsiones más poderosas del arte corporal, tal y como éste se ha desarrollado desde la década de los 90: el deseo de superar las limitaciones del cuerpo humano. Hablamos del viejo impulso de Frankenstein, de la hipotética ampliación o renovación de las facultades y órganos corporales. Este viejo impulso romántico, que se ha manifestado en el cine popular con todo tipo de cyborgs y de entes mutantes, ha condicionado seriamente el trabajo de artistas muy significativos, como Marcel.lí Antúnez Roca (antiguo miembro del grupo teatral La Fura dels Baus) o el australiano Stelarc, que se construyó una tercera mano artificial, una aparatosa prótesis mecánica de dudosa utilidad práctica pero muy eficaz para suscitar las fantasías de la superación humana. En fechas más recientes se implantó una oreja en el antebrazo. Más dramáticas han sido las suspensiones de su cuerpo desnudo, colgado con ganchos de carnicero clavados en su propia piel: parece que el dolor y la ingravidez permitían a Stelarc entrar en una especie de nirvana sensorial, lo cual ha subrayado en alguna ocasión adoptando, en el vacío, la postura del loto. El caso de la artista francesa Orlan es diferente: sus operaciones quirúrgicas tenían como finalidad trabajar en su propia carne y modificarla, como hace el escultor con la arcilla al elaborar una estatua. Algunas de estas intervenciones, filmadas y retransmitidas en directo a centros de arte de todo el mundo, pretendían poner en cuestión los patrones convencionales de la belleza femenina y eran totalmente ajenas a la idea masoquista del autocastigo o a la experimentación deliberada con el sufrimiento y el dolor.

Muchas han sido, en fin, las derivaciones del arte corporal desde el último cuarto del siglo XX hasta el momento presente. Aunque la exposición de la galería Stadler no fue la primera manifestación de esta corriente, sí contribuyó a catapultarla hasta que aquella problemática llegó a convertirse en una de las pulsiones básicas de la cultura contemporánea. Trabajando con sus cuerpos los artistas hicieron suyas las viejas exigencias de autenticidad y compromiso cardinal con la creación que se habían venido haciendo cada vez más exigentes desde la época romántica. También asumían los dramas del mundo, incorporándolos a su carne y a su sangre mientras expresaban el anhelo (¿inalcanzable?) de una superación definitiva de nuestra pobre corporalidad.

Juan Antonio RAMÍREZ

Fuente: El Cultural

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