La nueva obra del grupo teatral dispara una abrumadora serie de símbolos orales y escénicos, cruzando historias que, a partir de la típica vaca argentina, van dándole cuerpo a una agria metáfora.
Por Hilda Cabrera
Por Hilda Cabrera
No porque el suicidio sea un tema trascendente necesita de tantos símbolos como los que aparecen en este último trabajo creado por Ana Alvarado y Daniel Veronese, donde el icono máximo es la vaca. Asunto que remite a la imagen de una Argentina agropecuaria y a un pasado que, desde una visión extranjera o desde el nativo lugar común, se convirtió en seña de identidad, tan ilustrativa como el bife de chorizo. Pero hoy el país no es lo que fue. La vaca ya no es imagen de abundancia sino de “hembra degollada”, como se la califica en la obra. Sobre todo si es una vaca lechera que no da leche. O sea un animal con vocación suicida. Quizá por eso se aprecia la ocurrencia de mostrar en una pantalla a un chacarero que duda entre pegarle el tiro al animal o agujerear su propia cabeza. Las llamadas “lecturas” sobre ésta y otras secuencias pueden llegar a ser infinitas. Depende de los espectadores que se animen a encontrarle significados a este experimento escénico, acaso anticipo de una hecatombe. Al menos, el exorcismo teatral se concreta. Cuenta incluso con los condimentos necesarios para que sea visto como de exportación. El bien ganado prestigio internacional de El Periférico de Objetos le permitió obtener el apoyo de organizadores de festivales y directores de teatros europeos: Theater der Welt, Festival de Avignon, Holland Festival de Amsterdam y el Hebbel Theater de Berlín. Localmente, obtuvo el aporte del Fondo Nacional de las Artes y Proteatro.
En cuestiones de suicidio, a veces tan contagioso como el divorcio o la gripe, se empieza por una muchacha decidida a tomar una cantidad de somníferos que la acerque a la muerte, pero no la mate. La joven y los testigos ensayan diferentes reacciones, algunas previsibles y otras insólitas. El espectáculo –bien resuelto en el plano interpretativo, salvo en el caso de dos actores que, metidos en una campana de sonido, dialogan sin que se sepa qué dicen– produce ante todo impacto visual. En este punto, actores y actrices deben resolver una de las paradojas del lenguaje: transmitir lo que la palabra intenta expresar y no puede. Y esto en parte porque el texto, fragmentado, estalla a veces en frases sin sentido aparente, afines a personajes rebeldes, dispuestos a sonreír a destiempo, ejecutar movimientos gimnásticos inoportunos o provocadores y armar y desarmar la escenografía.
El suicidio es también el tema de una conferencia cuyos participantes teorizan poco o nada: hablan de sí mismos, parlotean en un lenguaje irreconocible o callan cuando el sonido invade la sala y descubren, desdoblados en el papel de actores, que eso que están haciendo es teatro destinado a la música. Es así como, puesta la mirada en la platea, un actor cuenta una desoladora experiencia relacionada con la muerte,incluido el comportamiento de su padre, quien cierto día, cansado de vivir, olvidó las reglas de la convivencia y comunicó a su familia el deseo de desaparecer. Pero no se mató: “Murió de viejo”, aclara el actor, que al comenzar la obra transpiraba al ritmo de música de discoteca. En realidad, poco importa aquí conocer la verdad de las historias. Interesa saber a qué gente y país se refiere. No quedan dudas de que se habla de la Argentina y de personajes atrapados en un matadero, metidos en un corral de ayuno, enfriados y trozados para la venta.
En este muestrario de desguace generalizado irrumpen el frasco de veneno y la cuerda, el cuchillo y la tijera, sonidos metálicos y fotografías apócrifas. Los estampidos de bala que retumban en la sala no significan que la obra acabe. Esta continúa, acaso porque el suicidio, individual o colectivo, es finalmente una historia más. Una serie de fotos de gran tamaño registra en un improvisado museo el apacible rostro de un joven moribundo que, como apunta un actor, se suicidó de un tiro en la boca. Otra capta un cordero de juguete tirado al costado de una ruta, del que se dice que es un perro al que sus dueños abandonaron y por eso se suicidó. Pura sátira macabra, cuyo disparador es la vaca lechera. Esa “hembra degollada” y hoy viajera gracias al teatro. Animal descoyuntado, llevado a los escenarios del mundo comprimido dentro de uno de los dos cajones que guardan la utilería de El Periférico de Objetos, mostrados también en la sala de El Portón de Sánchez.
El espectador puede, ante la abundancia de incentivos, rearmar las escenas obviando, si lo desea, el ritmo que intenta imponer el bebé mecanizado, especie de director de orquesta en este descalabro de seres que son testigos, víctimas y victimarios, mitad humanos y mitad animales, en ocasiones erotizados y otras hechos picadillo, en un contexto en el que dominan el absurdo y el surrealismo.
El prolijo y cuidado material impreso que acompaña a la obra (imprescindible cuando se trata de un espectáculo invitado a festivales internacionales) adelanta datos sobre la elaboración del trabajo y alude a la intención de “esbozar signos con más claridad, sin peligro a ser disueltos”. Quedan, por lo tanto, a cargo de los espectadores no sólo la recepción de esos signos sino su comprensión o reelaboración. En este aspecto, puede decirse que El suicidio es, más allá de la desacertada abundancia de símbolos, una obra que no pasa inadvertida: incita a preguntarse sobre la desintegración y sobre el hecho teatral, sin quedar por ello entrampada en la tragedia. La muerte puede ser el desvanecimiento que provoca un pensamiento feroz, la imposibilidad de seguir añorando oportunidades que jamás se presentarán y la desesperación ante la incertidumbre. Pero éstas son nada más que humildes lecturas elaboradas desde la platea. Como apunta en la obra uno de los personajes: “¿Estamos tan seguros de que lo que decimos en el escenario significa para el espectador lo que nosotros queríamos decir?”.
Autores: Daniel Veronese y Ana Alvarado con colaboración de los intérpretes.
Intérpretes: Guillermo Arengo, Alejandra Ceriani, Laura Valencia, Julieta Vallina y Fernando Llosa.
Escenografía y objetos: Alejandro Bracchi y Carolina Ruy.
Vestuario y accesorios: Roxana Bárcena.
Iluminación: Alejandro Le Roux.
Selección musical, fotografía y realización del video: Daniel Veronese.
Asistencia de dirección: Felicitas Luna.
Asistencia técnica y escénica: Adrián Canale.
Dirección: El Periférico de Objetos (Ana Alvarado, Daniel Veronese y Emilio García Wehbi).
Lugar: El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, los viernes y sábados a las 21. Duración: 80 minutos. Entrada: 10 pesos.
Fuente: Página 12
En cuestiones de suicidio, a veces tan contagioso como el divorcio o la gripe, se empieza por una muchacha decidida a tomar una cantidad de somníferos que la acerque a la muerte, pero no la mate. La joven y los testigos ensayan diferentes reacciones, algunas previsibles y otras insólitas. El espectáculo –bien resuelto en el plano interpretativo, salvo en el caso de dos actores que, metidos en una campana de sonido, dialogan sin que se sepa qué dicen– produce ante todo impacto visual. En este punto, actores y actrices deben resolver una de las paradojas del lenguaje: transmitir lo que la palabra intenta expresar y no puede. Y esto en parte porque el texto, fragmentado, estalla a veces en frases sin sentido aparente, afines a personajes rebeldes, dispuestos a sonreír a destiempo, ejecutar movimientos gimnásticos inoportunos o provocadores y armar y desarmar la escenografía.
El suicidio es también el tema de una conferencia cuyos participantes teorizan poco o nada: hablan de sí mismos, parlotean en un lenguaje irreconocible o callan cuando el sonido invade la sala y descubren, desdoblados en el papel de actores, que eso que están haciendo es teatro destinado a la música. Es así como, puesta la mirada en la platea, un actor cuenta una desoladora experiencia relacionada con la muerte,incluido el comportamiento de su padre, quien cierto día, cansado de vivir, olvidó las reglas de la convivencia y comunicó a su familia el deseo de desaparecer. Pero no se mató: “Murió de viejo”, aclara el actor, que al comenzar la obra transpiraba al ritmo de música de discoteca. En realidad, poco importa aquí conocer la verdad de las historias. Interesa saber a qué gente y país se refiere. No quedan dudas de que se habla de la Argentina y de personajes atrapados en un matadero, metidos en un corral de ayuno, enfriados y trozados para la venta.
En este muestrario de desguace generalizado irrumpen el frasco de veneno y la cuerda, el cuchillo y la tijera, sonidos metálicos y fotografías apócrifas. Los estampidos de bala que retumban en la sala no significan que la obra acabe. Esta continúa, acaso porque el suicidio, individual o colectivo, es finalmente una historia más. Una serie de fotos de gran tamaño registra en un improvisado museo el apacible rostro de un joven moribundo que, como apunta un actor, se suicidó de un tiro en la boca. Otra capta un cordero de juguete tirado al costado de una ruta, del que se dice que es un perro al que sus dueños abandonaron y por eso se suicidó. Pura sátira macabra, cuyo disparador es la vaca lechera. Esa “hembra degollada” y hoy viajera gracias al teatro. Animal descoyuntado, llevado a los escenarios del mundo comprimido dentro de uno de los dos cajones que guardan la utilería de El Periférico de Objetos, mostrados también en la sala de El Portón de Sánchez.
El espectador puede, ante la abundancia de incentivos, rearmar las escenas obviando, si lo desea, el ritmo que intenta imponer el bebé mecanizado, especie de director de orquesta en este descalabro de seres que son testigos, víctimas y victimarios, mitad humanos y mitad animales, en ocasiones erotizados y otras hechos picadillo, en un contexto en el que dominan el absurdo y el surrealismo.
El prolijo y cuidado material impreso que acompaña a la obra (imprescindible cuando se trata de un espectáculo invitado a festivales internacionales) adelanta datos sobre la elaboración del trabajo y alude a la intención de “esbozar signos con más claridad, sin peligro a ser disueltos”. Quedan, por lo tanto, a cargo de los espectadores no sólo la recepción de esos signos sino su comprensión o reelaboración. En este aspecto, puede decirse que El suicidio es, más allá de la desacertada abundancia de símbolos, una obra que no pasa inadvertida: incita a preguntarse sobre la desintegración y sobre el hecho teatral, sin quedar por ello entrampada en la tragedia. La muerte puede ser el desvanecimiento que provoca un pensamiento feroz, la imposibilidad de seguir añorando oportunidades que jamás se presentarán y la desesperación ante la incertidumbre. Pero éstas son nada más que humildes lecturas elaboradas desde la platea. Como apunta en la obra uno de los personajes: “¿Estamos tan seguros de que lo que decimos en el escenario significa para el espectador lo que nosotros queríamos decir?”.
Autores: Daniel Veronese y Ana Alvarado con colaboración de los intérpretes.
Intérpretes: Guillermo Arengo, Alejandra Ceriani, Laura Valencia, Julieta Vallina y Fernando Llosa.
Escenografía y objetos: Alejandro Bracchi y Carolina Ruy.
Vestuario y accesorios: Roxana Bárcena.
Iluminación: Alejandro Le Roux.
Selección musical, fotografía y realización del video: Daniel Veronese.
Asistencia de dirección: Felicitas Luna.
Asistencia técnica y escénica: Adrián Canale.
Dirección: El Periférico de Objetos (Ana Alvarado, Daniel Veronese y Emilio García Wehbi).
Lugar: El Portón de Sánchez, Sánchez de Bustamante 1034, los viernes y sábados a las 21. Duración: 80 minutos. Entrada: 10 pesos.
Fuente: Página 12
No hay comentarios:
Publicar un comentario