viernes, 29 de enero de 2010

El cartero llama dos veces

Samuel Beckett (1906-1989). Todo el talento del escritor irlandés, en uno de los rostros más expresivos de la literatura.

El 22 de diciembre se cumplieron veinte años de la muerte del narrador y dramaturgo irlandés, y cuarenta desde que en 1969 recibiera el Premio Nobel de Literatura. Para celebrarlo, se publicaron varios volúmenes que presentan a un Beckett desconocido: los apuntes de su época de estudiante “Notes diverse holo” y de sus tiempos de profesor “Beckett before Beckett”. Pero, sobre todo, el primer tomo (The letters of Samuel Beckett 1929-1940) de la copiosa y fascinante correspondencia de uno de los narradores y dramaturgos más originales del siglo XX.

Por Matias Serra Bradford

Frente a una montaña de cartas, un personaje se pregunta a cuál responder primero, si a la más vieja de la pila o a la más reciente. Concluye, además, que si responde a una debe responder a todas. Esa combinación de moral protestante, lógica endemoniada y tic de infancia –como el de jugar y jugar hasta ganar, hasta dejar de perder– se encuentra diseminada en toda la obra de Samuel Beckett. El mismo, por lo pronto, tarde o temprano respondía a la mayoría de las cartas que le enviaban. La letra del autor de Final de partida a veces resultaba ilegible; es lo que a algunos les resultaba su literatura.

Por esas mansas paradojas que procura el tiempo, a veinte años de la muerte de Beckett tenemos la posibilidad de conocerlo antes de que se convirtiera en otro, en “Beckett”. Este último año se ha publicado el primer volumen de su correspondencia, The Letters of Samuel Beckett 1929-1940, y otros dos tomos relacionados con el Beckett inaugural: apuntes de su época de estudiante –Notes Diverse Holo– y de su época de profesor –Beckett Before Beckett–. Recuerdo, a propósito de esto, a un conocido escritor argentino, cuando confesó su estupefacción ante el descubrimiento de que su admirado Osvaldo Lamborghini, antes de ser “Lamborghini”, había sido un “tarado”.

Su comentario sigue asombrando, porque en todo caso lo verdaderamente sorprendente es que lo hubiera sido después de escribir lo que escribió. El Beckett anterior a “Beckett” no deparará esos sobresaltos. Las cartas aquí reunidas, escritas cuando tenía entre veintitrés y treinta y cuatro años, nos hacen testigos de las intensas lecturas del Beckett alumno y luego tutor: Austen, Johnson, Kant, Geulincx, Ramuz, Sade, Leibniz, Spinoza, Robert Burton y su Anatomía de la melancolía. No puede saberse, desde luego, si el lector que ya iba siendo gestó al escritor que sería, o si el autor que anhelaba ser moldeaba al lector en ese presente perpetuo que parece ser el anonimato de un aprendiz de escritor.

Quedan espléndidamente consignadas las peripecias que sufren sus manuscritos en diversas editoriales y la acumulación de los rechazos, es decir el momento en que la calidad de lo que un desconocido escribe sobrenada un limbo incierto, cualidad que recupera, no sin cierta sanidad para un funcionamiento más dinámico de la literatura, a los años de muerto. El reconocimiento, como Godot, se hace esperar, y cuando llega, en casi cualquiera de sus máscaras, es mejor que no hubiera llegado nunca. Para la mujer de Beckett, el Nobel fue una catástrofe que trastocó el frágil equilibrio entre reconocimiento y privacidad.

Este tomo de cartas fue elogiado por otro Nobel, J.M. Coetzee, para quien la gran obsesión de Beckett era no mentirse a sí mismo. Ya se lo había soplado el mismo Beckett en Malone muere: “Es que creo que no puedo decir nada que no sea verdad, es decir que no haya sucedido, no es lo mismo pero no importa”. (La obsesión del propio Coetzee con Beckett, como la de Javier Marías con Juan Benet, John Updike con Muriel Spark, y W.G. Sebald con Robert Walser, merece un capítulo aparte: casos del que crece a la sombra de un árbol más frondoso.)

A propósito de estas cuestiones, interrogado acerca del posible interés de una traducción al inglés de un poeta alemán, Beckett admite: “Estoy totalmente incapacitado de emitir un juicio, ya que las reacciones de públicos pequeños o grandes se vuelven más y más misteriosas para mí y, lo que es peor, menos significativas. No me puedo escapar de la inocente antítesis de que, al menos en lo que concierne a la literatura, algo vale o no vale la pena”.

Pero volvamos al Beckett incógnito, el que manda poemas a revistas describiéndolos como “ejemplos de respiración avergonzada”. El que tras la aceptación de un manuscrito, dice: “El trato directo con los editores es una de las pocas degradaciones evitables”. El que cuando le pidieron acortar y esclarecer la novela Murphy, aclaró: “¿No entienden que si el libro es un tanto oscuro, resulta de ese modo porque se trata de una compresión, y que comprimirlo todavía más sólo puede resultar en volverlo más oscuro?”

Con el tiempo, Beckett corrió a un segundo plano, sí, las referencias literarias que saturaban sus primeros cuentos y poemas. A partir de Murphy sólo aparecen muy de tanto en tanto, y sus textos se fueron volviendo cada vez más autónomos, replegados en sí mismos, apostando a una mayor autonomía para conseguir mayor resonancia. Hacía rato que Beckett descreía del conocimiento como motor literario, que sospechaba que la erudición le jugaría en contra. Por eso se dirige hacia lo que Hugh Kenner llama “la incompetencia ideal”, y otra tesis de Kenner hace pensar, extrañamente, en un César Aira: “Otra cosa que él busca al explotar la incompetencia es lo siguiente: que la novela puede liberarse del impasse del virtuosismo si es suficiente, literal y aun idióticamente fiel a su propia naturaleza”.

Partes de batalla. Las cartas de Beckett –la mayoría a su amigo el poeta Thomas McGreevy– cuentan sus primeros viajes a Italia, Francia y Alemania, las visitas al pintor Jack Yeats, el intento por escribir una obra de teatro sobre su adorado Samuel Johnson, la estadía en Londres de casi dos años –en Dublín el psicoanálisis no era legal– para tratarse con Wilfred Bion. La espina del dinero y los trabajos frustrados: redactor en una agencia de publicidad, piloto comercial, profesor en Sudáfrica, casero. Las traducciones del francés: Crevel, Rimbaud, Eluard, Breton. El contacto con los Joyce, sus enredos con Lucía Joyce y los límites de la admiración por el padre: “Joyce me pagó 250 francos por casi 15 horas de trabajo corrigiendo sus pruebas. ¡Luego lo complementó con un viejo abrigo y cinco corbatas! No las negué. Es tanto más simple ser herido que herir”. La devoción también tenía sus límites en el plano literario: “Lo que Joyce logró era eso: épico, heroico. Me di cuenta que no podía seguir ese mismo camino”. Es curioso que Beckett lo formule de este modo: no fue sino heroico lo que hizo con su trilogía de más de cuatrocientas páginas en tipografía de microbio y que tradujo él mismo del francés al inglés.

Este hombre que se nutría de la imposibilidad no podía sobrevivir si no era con fuertes dosis de comicidad impasible, terminal: “Sé cuán perdido estaría despojado de mis incapacidades… No he tenido nada que hacer hasta ahora, y es un modo tan bueno como cualquier otro de crear un pasado, y más seguro que la mayoría”. El 1º de septiembre de 1939 Alemania invade Polonia. El 4 de septiembre Beckett regresa a Francia y en mayo de 1940 se anota como chofer de ambulancia: “Todo lo que tengo para perder es piernas, brazos, testículos, etc., y no les debo ninguna gran deuda de gratitud en lo que a mí respecta”.

En una oportunidad, en París, a este caminante impenitente se negaron a arreglarle unos zapatos: “Para mí caminar significa que la mente pasa a una indolencia completamente placentera y melancólica, la mayoría son recuerdos de infancia, un molino a lágrimas”. Años antes había anotado: “Hermosa caminata con papá esta mañana, que envejece con una filosofía encantadora. Comparando abejas y mariposas con elefantes y loros y hablando de contratos con un abolicionista. Atravesando ligustros y saltando muros con la ayuda de mi hombro, blasfemando y parando a descansar con el pretexto de contemplar la vista. Nunca tendré a nadie como él”.

Postales de museo. En Malone muere leemos: “No soy de esos que pueden absorberlo todo echando una sola mirada, debo mirar largo y tendido y atento y darles a las cosas su tiempo para que recorran el largo camino que hay entre ellas y yo”. Acaso la revelación, o confirmación, más relevante de este epistolario sea la formidable curiosidad de Beckett por la pintura. En Alemania, antes de la guerra, visita colecciones privadas, ocultas del nazismo. Atesoraba catálogos y pasaba horas con Tiepolo, Giorgione, Van Gogh, los hermanos Van Velde, Henri Hayden y Cézanne: “Cézanne parece haber sido el primero en ver el paisaje como algo por definición inabordablemente ajeno”.

Sobre el pintor Jack Yeats, hermano del poeta, hace una declaración de principios válida para su propio trabajo: “El modo en que retrata la cabeza de un hombre y la cabeza de una mujer, una junto a la otra, o cara a cara, es aterradora, dos singularidades irreductibles y la impasable inmensidad entre ellos”. A Giacometti lo definió como “graníticamente sutil”. Tenían una amistad secreta, se encontraban de casualidad, jugaban al ajedrez en el café Dôme a altas horas de la noche y salían a caminar sin rumbo, pero como bien dice James Lord, precisamente porque no tenían adónde ir había que ir hacia allí.

La correspondencia con el crítico y ensayista Georges Duthuit hacia fines de los 40 delimitó su estética en el período de mayor producción literaria. Gracias a Duthuit empezó a frecuentar a pintores como Pierre Tal Coat, André Masson y el propio Giacometti. Las cartas de Beckett a Duthuit –que saldrán en el próximo volumen de la correspondencia– incluyen algunas conjeturas decisivas. “No creo en la colaboración de las artes, quiero un teatro reducido a sus propios medios, palabra y actuación, sin pintura y sin música, sin aditivos. Puede ser que se trate de mi protestantismo, uno es quien es”, dijo acerca de decorar la puesta en escena de Esperando a Godot. El ensayista Rémi Labrusse afirma que Beckett empezó a sentir que dañaba a los pintores y distorsionaba el sentido de su obra al atribuirles sus propios desvelos.

Oficios y recados. Las cartas reunidas en The Letters of Samuel Beckett dejan en claro que sólo esa vida podía hacer posible esa obra, brindarle el marco imprescindible. Que una vida tenga rasgos míticos o moralmente loables no ennoblece a la obra. La clase de vida que un escritor llevó no tiene por qué afectar el juicio posterior pero sí hace al origen ineludible de aquello que nos incumbe, el trabajo. No sabemos casi nada de los personajes de Beckett; sabemos lo suficiente de su vida. Se levantaba invariablemente tarde (se acostaba tarde). Hablaba reacomodando objetos en la mesa del café. Compraba anteojos sin prescripción. Tenía manía por el ajedrez y estaba “fascinado con la precisión newtoniana” del billar. Cuando mandó un cheque al actor Roger Blin para ayudarlo, adjuntó una breve nota: “Ni gracias ni ‘no’”. Según su compatriota, el poeta John Montague, Beckett “vivía haciendo equilibrio entre el francés y el inglés, una bicicleta bilingüe”. El único registro fílmico que ha visto la luz pública lo muestra engañosamente frágil, con una voz etérea y rasgada a la vez, melodiosa, y sus manos hacen creer que es artritis lo que es seguir escribiendo en el aire.

Beckett Before Beckett reproduce apuntes de sus alumnos en Dublín. Cuando daba clases destacaba en los autores estudiados la “auténtica complejidad”. Como Flaubert, valoraba la ausencia de propósito en el texto. Detestaba en un autor lo que llamaba “el efecto bola de nieve”, con el que se despliegan causas y causas y causas para que todo sea perfectamente consistente. Valoraba la imprevisibilidad. Le interesaba de Racine la soledad absoluta de sus personajes: “La entereza interior que precede a un colapso es la tragedia de los clarividentes”. En Andrómaca ve algo que anticipa sus preocupaciones posteriores: “El estado final de la mente, la dinámica de la mente... Racine reduce cada declaración de sus personajes a una posición cerebral”.

A vuelo de pájaro. La de Beckett es la literatura de un hombre que se la pasó hablando solo, proyectándose la película de una vida. De allí, acaso, su interés por estudiar montaje con Sergei Eisenstein. Qué es su pieza La última cinta de Krapp sino el juguetear con los montajes posibles de una biografía. Habrá sido por su fascinación con los poderes del montaje que alguien como Beckett decide redactar y publicar Cómo es, su reencuentro con Joyce (el de Finnegans Wake). Un salto al vacío, un libro tan evidentemente escrito para sí mismo, para probarse hasta dónde puede llegar la perseverancia y los misterios de la puntuación.

El credo de Beckett: la primera persona, la intensidad, la lógica (el ingenio y la vitalidad implícitos en la lógica). Sin embargo, este cómico metafísico, que como Kafka y Pessoa tampoco conoció la paternidad, aseguraba que “mi escritura es pre-lógica. No le pido a la gente que la comprenda lógicamente, sólo que la acepte”.

La estrategia de Beckett es la del juego corto. Un mundo reducido, de interiores, escasos movimientos de un cuerpo casi inmóvil que traslada piedras de una mano a la otra hasta que de pronto brota una efusión lírica: una imagen de exteriores o un arrebato de la memoria.

Ciertos lugares a los que regresa el recuerdo con su correspondiente luz, y que guardan semillas de información extremadamente útil para calcular futuros desvíos o repasar los juramentos que le hicimos al que fuimos en aquel momento imponderable.

Fuente: Perfil

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