viernes, 24 de diciembre de 2004

Señales de una escena que se mantiene viva

BUENOS AIRES
En 2004 se repusieron obras y hubo, también, estrenos.


Estuvieron los consagrados, los nuevos y los que viven afuera. Uno de los sellos fue el registro de lo social.

Por Hilda Cabrera y Cecilia Hopkins
Foto: El hombre que se ahoga: otra vuelta de tuerca a Chéjov.

Quizá como nunca antes en los últimos años, elaborar un balance sobre el teatro de Buenos Aires resulta una tarea abrumadora. Hablar hoy de teatro convencional o de nuevas tendencias es fastidioso y ridículo. Se vive en rápida transformación, y lo que parece nuevo se torna viejo al poco tiempo. A los devotos de los números, algo les dirá que en el 2004 haya habido hasta cuarenta estrenos en un mes. Y esto sin contar la variedad de ciclos (incluidos proyectos con otros países, como La noticia del día) que, bajo un mismo título, albergaban numerosas obras breves en el formato semimontado.

Se hubiera necesitado un equipo de especialistas para apreciar todos estos trabajos, y un extremo interés de los editores periodísticos para darles difusión. De modo que esta nota y la producción que la acompaña son apenas una señal de que el teatro se mantiene vivo, más allá de sus más y sus menos, de las opiniones coyunturales y de las críticas desmemoriadas. En principio, y salvo excepciones, el teatro se mostró sensible a un entorno social precario e incierto para las mayorías. El hecho de indagar en las fisuras de una realidad hostil generó obras en las que el estancamiento del individuo, la falta de trabajo y de proyectos fueron temas recurrentes, tanto en piezas de autores argentinos como en versiones de textos extranjeros (del rumano Matei Visniec, por ejemplo, en Se busca un payaso, dirigida por Ana Alvarado y donde sobresalió el actor Claudio Martínez Bel). La reflexión sobre el pasado (personal y social) propició ciclos como Proyecto Historia (s), donde confluyeron varias disciplinas artísticas. Una de sus expresiones fue una cantata sobre el asesinato del reportero gráfico José Luis Cabezas.

Siempre tan cómplices en la Argentina, la historia y la violencia unidas motivaron espectáculos sobre algunas controvertidas figuras y sobre la polaridad de idearios o intereses. La parálisis de un país que sin autocrítica de ningún tipo adhiere inmediatamente al bando de los que están a favor o al de los que se oponen se vio reflejada en parte en El siglo de oro del peronismo (sobre textos de Pedro Calderón de la Barca, Marcelo Bertuccio y Rubén Szuchmacher). Dentro de esta tesitura social, histórica y cotidiana, se vio una interesante adaptación de Las de Barranco (escrita en 1908), la pieza más lograda de Gregorio de Laferrère, dirigida por Oscar Barney Finn y protagonizada por Alicia Berdaxagar, quien concretó aquí un admirable trabajo, como lo fue el de Elena Tasisto, en una obra sobre otra tierra arrasada: En casa/en Kabul.

Otras piezas de autores y autoras contemporáneos, la mayoría muy jóvenes, retrataron la cotidianidad de modo poético y metafórico, o con humor y sin despreciar los lugares comunes. La sociedad argentina cobija a personajes siniestros, ahora y desde siempre. Esta idiosincrasia adoptó formas diferentes en Valhala (sobre una familia de ideología nazi que se resguarda en una isla del Tigre) y Paternoster, reestreno de una pieza de 1972 que refleja el carácter fascista de una sociedad que convierte al que resiste en enemigo. En ese terreno de víctimas y victimarios se hallan los aniquilados por una sociedad indiferente. Se vieron obras como Rancho (una historia aparte) y la sobresaliente El sabor de la derrota, por el grupo La Bohemia, con su inquietante humor negro.

La temporada se inició con ciclos que aspiraban a unir territorios, como el organizado por el Club de Autores (De La Quiaca a Ushuaia) y los de intercambio con otros países latinoamericanos y europeos. De estos últimos, básicamente Francia, España y Alemania. Abundaron las reposiciones de obras premiadas (El pánico, La madonnita, El camino a la Meca, La muerte de Marguerite Duras, Mi querida, La estupidez...) y las referidas a las relaciones amorosas, como Pequeños crímenes conyugales, Emma Bovary (un minucioso trabajo de adaptación y puesta de Ana María Bovo) y Pedir demasiado. Ambiciosa fue la puesta de El resucitado, traslación escénica de un relato de Emile Zola, con Lorenzo Quinteros y Daniel Zaballa, dirigidos por Roberto Villanueva.

Personalidades carismáticas dieron relieve al circuito comercial: el actor Alfredo Alcón a El gran regreso, y Norma Aleandro a una reposición de La señorita de Tacna. Nunca extemporáneos, William Shakespeare, Bertolt Brecht y Antón Chéjov inspiraron montajes que no se convirtieron necesariamente en hallazgos escénicos. Entre otros títulos, y con enfoques muy distintos, se ofrecieron Shakespeare comprimido (un compilado de humor), Dynamo Hamlet, de Gabriel Morales Lema, quien integra a su grupo a habitantes de la Villa 31 de Retiro, y Hamlet, de William Shakespeare (sic), de Luis Cano, una propuesta inquietante, sobre todo desde lo visual, con destacada actuación de Guillermo Angelelli y puesta y dirección de Emilio García Wehbi.

En La señora Macbeth, de Griselda Gambaro (con protagónico de Cristina Banegas y dirección de Pompeyo Audivert), se vio a una Macbeth en estado de delirio, destruida por los crímenes de su esposo y por la propia complicidad. El discurso de esta señora es el del político o poderoso que miente. El texto de esta autora anticipa la furia de quienes habrán de impedir lo que Gambaro denomina crímenes felices, generados en una sociedad que acepta y premia la impunidad. Otro grande, el ruso Antón Chéjov, inspiró una dramaturgia atrapante: El hombre que se ahoga (de Daniel Veronese), donde los roles femeninos son interpretados por varones y viceversa. Esta conversión produce un extrañamiento que rescata a los personajes del estereotipo chejoviano forjado en innumerables puestas clásicas y trabajos de taller actoral. Este procedimiento profundiza un efecto patético subyacente en la pieza: pone en bocas masculinas ciertos malestares y opiniones comúnmente adjudicados a las mujeres, dotando al mismo tiempo a éstas de un vigor o un escepticismo metafísico claramente masculinos.

2004 fue también el año de un autor áspero, el polaco Witold Gombrowicz, quien vivió varios años en la Argentina y opinó de forma contundente sobre el país. En el centenario de su nacimiento se estrenaron Opereta, un musical de 1958, dirigido por Adrián Blanco, y una versión sobre su novela La pornografía. A los espectáculos de humor, entre otros los del ciclo La risa en La Boca, un recuento de obras ya estrenadas del grupo Los Macocos, se sumaron el teatro de calle (profesional y comunitario), el varieté y el cómico al estilo stand up. Los dos últimos se apropiaron de los horarios nocturnos compitiendo con los matches de improvisación.

Un singular trabajo con alardes de género fantástico fue ¿Estás ahí?, de Javier Daulte, con extraordinarias actuaciones de Gloria Carrá y Héctor Díaz. Otras piezas destacables fueron Donde el viento hace buñuelos (sobre la soledad y el exilio), dirigida por Carlos Ianni; Olivos, delirante pintura sobre un encuentro inusual en un prostíbulo de ruta; y El castillo de Kafka (con adaptación y dirección de Miguel Guerberof), un espectáculo impregnado de erotismo, nunca procaz. Encuadrado en intimidades, se ofreció Divagaciones, donde el personaje protagónico es la escritora Silvina Ocampo, dialogando consigo misma. Otras fueron las dimensiones de La hija del aire, con actuación de la española Blanca Portillo, puesta de Jorge Lavelli y escenografía de Agostino Pace, uno de los montajes más espectaculares de 2004, que si bien no produjo esas rupturas tan buscadas por los creadores más inquietos derivó en situaciones insólitas y actuaciones sorprendentes.

Fuente: Página 12

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