lunes, 19 de mayo de 2008

Sobre la doliente poesía del exilio

TEATRO - CRÍTICA
Por JORGE MONTELEONE

Tres días antes del golpe militar que iniciaría la ominosa dictadura de 1976, el dramaturgo Arístides Vargas (Córdoba, 1954), que por entonces, en Mendoza, era un joven militante, salía del país e iniciaba el doloroso camino del exilio que padecieron miles de compatriotas. Se radicó en Ecuador, formó parte de diversos grupos teatrales y fundó una compañía que aún dirige, "Malayerba", de gran importancia en la tradición del teatro latinoamericano. "Nuestra señora de las nubes" fue una de las piezas teatrales que estrenó: representada a menudo en América y Europa, se transformó en un clásico de nuestro continente. Allí Vargas transfigura la amarga experiencia del exilio en una poesía visionaria, en una épica de los afectos y los deseos truncos. Es el relato onírico de un lugar que representa el espacio más íntimo del corazón desterrado y a la vez una patria cercana, irracional, magnética, como cualquier pueblo latinoamericano que atravesó el despojo, el empobrecimiento y la violencia: "Los exiliados somos gente triste, propensos a imaginar cosas que nunca pasan (_) Extrañamos un lugar tan perverso y aún así creemos que es el mejor país del mundo", escribió Vargas. El grupo platense "La cuarta pared", fundado y dirigido por Horacio Rafart, recrea con enorme ductilidad y a la vez mediante un fuerte lazo creativo con la experiencia de Vargas y "Malayerba", este clásico ineludible del teatro latinoamericano.

La estructura de la obra es muy compleja y a la vez posee una ligereza acentuada por su humor rayano en lo surrealista y por su acentuada impronta poética, con un lenguaje de aguda belleza, que busca lo inesperado aun en lo intimista y el absurdo en lo convencional. Bruna y Oscar, una mujer y un hombre errantes, con sus valijas a cuestas como único bien y el recuerdo terco de una patria abandonada, se reconocen en un lugar de paso: "¿De qué país es usted?" se preguntan obsesivamente. Allí descubren que provienen del mismo sitio: Nuestra Señora de las Nubes, y se reconocen especularmente en la situación extrema del exilio. Viven "del aire", dependen de sus documentos como de un dios esquivo, padecen el control y la sospecha debidos a todo extranjero sin recursos, pero sobre todo reinventan el pasado, van alzando, como un sueño que abre en la vigilia su tornasolado abanico de memorias equívocas o magníficos errores, la historia de su pueblo perdido. Y así en el relato de Bruna y Oscar se suceden los episodios emblemáticos del terruño abandonado. Un padre y la hija casadera como el origen incestuoso de todos los habitantes; Memé, un joven disminuido mental, del todo dependiente de su abuela; el corrupto gobernador y su esposa, que niegan toda culpa y aseguran que el pueblo se hundirá en la tristeza y la duda, los hermanos Aguilera que incansablemente dedican piropos encendidos a todas las mujeres que pasan y que no pueden poseer; el obcecado director de orquesta que no puede iniciar el concierto porque su mujer lo desea; la otra mujer que visita en el hospicio a su marido, que enloqueció por inventar cosas que ya fueron inventadas. Relaciones amorosas sin futuro, incestos y pecados originarios, imposibilidad afectiva, son los lastres de aquel pueblo que finalmente es presa de los poderes: lo invade su propio ejército, asesina a sus habitantes, los hacen desaparecer o los expulsa. El relato de los exiliados, en la memoria del dolor más agudo, se vuelve intensamente onírico y los dos desterrados se preguntan si van a recordarlos, si es posible olvidar a los muertos y sobre todo si puede sostenerse todavía, en la contracara del exilio, la utopía: soñar todavía con hacer cosas imposibles, como "pescar con pelícanos".

Con un austero juego de luces y unos pocos objetos que salen de sus valijas viajeras, Andrea Arias y Gustavo Delfino crean mágicamente a todos los personajes y todas las historias de "Nuestra Señora de las Nubes": su actuación es deslumbrante y vale la pena asistir a su mágica creación escénica, que va de la ternura al sarcasmo, del ridículo a la gravedad, del humor al dramatismo, con una potencia mímica y una entrega con la poesía urgente del texto verdaderamente conmovedoras. La puesta de Horacio Rafart hace honor a la complejidad y la belleza de la obra de Arístides Vargas y, sobre todo, a su alto compromiso ético.

Fuente: El Día

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