Sin perder su olfato para tocar el tema justo en el momento indicado, José María Muscari sorprende con Shangay. No tanto por el guiño a la cultura oriental y la cultura gay o por el afán transgresor de los cuerpos desnudos. A diferencia de otras veces, esta obra en la que el director también actúa ofrece momentos de intimidad, recogimiento y, casi casi, ternura.
Fuente: Página 12
Por Cecilia Sosa
Lejos del mundillo protegido del teatro de elite, el de José María Muscari siempre fue un teatro de la provocación, del exceso, de la mordacidad y de la parodia. Un teatro más cercano a la estética televisiva que a la elegancia surreal o pop del circuito off; un teatro efectista para un público no amante del teatro pero capaz de morir por el acontecimiento (y no sólo el escénico). Si hay algo que no les faltó nunca a los espectáculos creados y dirigidos por Muscari fue un timing casi mediático: cargó contra el mundo de la moda (Mujeres de carne podrida), el vértigo de los reality y los talk shows (Pornografía emocional), la xenofobia y la discriminación (Grasa) y hasta la obvia fantasía de mujeres desnudas peleando en el barro. Fue esa puntería la que le permitió a Muscari pasar de un centro cultural de abajo una autopista de Parque Chacabuco a las puertas del teatro Lorange (¡y de la mano de Carlos Rottemberg!).
Muscari siempre se jactó de hacer lo que le gusta y, al menos en cuanto a timing, siempre dio en el blanco. Con Shangay, su nuevo espectáculo, pasa un poco lo mismo. Pero también pasa otra cosa. A días de que los diarios anuncien el primer divorcio legal de una pareja gay en Canadá (dos chicas que se separaron tras cinco días de casamiento formal y diez años de convivencia), el-que-se-sabe-y-se gusta-alternativo estrenó una obra donde el público asiste en vivo a la ruptura de una pareja gay, tomando té verde y comiendo sushi con palitos.
Muscari es Muscari. Y cuando la combinación de arroz y el pescado crudo dejó de ser una cuestión de Estado y se extiende como gripe por el cada vez más tentacular barrio de Palermo, cuando los festivales de cine del mundo festejan la última sorpresa oriental y se llenan las sesiones panorámicas de cine japonés, chino y taiwanés en la Sala Leopoldo Lugones, e incluso cuando la pujante ingeniería del Once llena sus góndolas de productos nipones casi perfectos, el director vuelve a tirar un centro y arremete con una sátira a dos puntas: la de la cultura oriental y la de la cultura gay, dos “géneros”, si se puede decir así, que encabezan el top-ten de la modernidad local. Porque si lo oriental está de moda, lo gay también y más.
Así, una sala del Abasto se llena de lámparas de papel rojo, almohadones en el piso, música chill out y chicas con kimono que reparten té verde y maní japonés con aire de geishas extraviadas. Pero todo un poquito corrido, un poquito distorsionado: en medio de la sensualidad oriental se puede descubrir una sospechosa abundancia de plástico y, mirados un poco más de cerca, esos afiches tan exóticos, parecen como fotocopiados. Tal vez para recordar esa impunidad con la que la moda logra hacer de lo Otro, lo mismo. Y ahora son las geishas que sin tanto recato piden a los asistentes que apaguen celulares y que hagan pis porque en la sala de arriba no hay baño. Entonces hay que subir y acomodarse, rodear una tarima de mesa baja y puffs, pedir más té verde y sushi (o optar por vino y la más clásica picada criolla que viene con papas fritas y palitos) y aprontarse para una velada temática donde la pareja más cool y moderna – el propio Muscari (que debuta como actor en una obra de su autoría) y el espléndido Fernando Sayago–, se encamina hacia la disolución.
Allí es cuando el director que se inició en las performances a los 19 años, y que hace meses fue acusado de pornógrafo y tomado de rehén en un hotel de cinco estrellas de Santiago de Chile (a la embajada vecina no le causó mucha gracia la versión teatral del romance entre una travesti y un funcionario pinochetista), sorprende con una honestidad nueva. Y, desde arriba del escenario, arremete con una obra autorreferencial sobre el amor gay que parodia todos los tics del género con el filo y la impiedad del que conoce. Pero atención: si Shangay sorprende no es tanto por el exceso –como las geishas de pies sucios que también aprovechan para desnudarse, el tratamiento rejuvenecedor de la madre que llega en plan reconciliatorioy el abuso de la incorrección política en la parodia a lo oriental–, elementos que, en todo caso, formaban parte del combo acostumbrado. Ni siquiera por lo supuestamente transgresor de la apuesta: en Shangay hay besos de verdad (un poco distintos a los Florencia de la V y el Sr. Uriarte), mucho baile en calzón y culos al aire. Muscari sorprende por otra cosa. Porque a diferencia de todas las anteriores y aunque tiene sus momentos, Shangay no es una obra festiva. Sorprende por el tono intimista y casi melancólico con el que lleva adelante una separación en ocho actos. Por los momentos en los que pisa en el mundo de los celos, las diferencias y los malentendidos de una pareja; en fin, por el modo en que se interna en ese terreno misterioso e inexplicable que hace que dos personas un día decidan estar juntas, y otro, dejar de estarlo. Por cómo muestra, en un final lánguido y contemplativo, lo mucho que se parecen todas las historias de amor.
Las funciones de Shangay son los viernes y sábados, a las 23, en Abasto Social Club, Humahuaca 3649.
Lejos del mundillo protegido del teatro de elite, el de José María Muscari siempre fue un teatro de la provocación, del exceso, de la mordacidad y de la parodia. Un teatro más cercano a la estética televisiva que a la elegancia surreal o pop del circuito off; un teatro efectista para un público no amante del teatro pero capaz de morir por el acontecimiento (y no sólo el escénico). Si hay algo que no les faltó nunca a los espectáculos creados y dirigidos por Muscari fue un timing casi mediático: cargó contra el mundo de la moda (Mujeres de carne podrida), el vértigo de los reality y los talk shows (Pornografía emocional), la xenofobia y la discriminación (Grasa) y hasta la obvia fantasía de mujeres desnudas peleando en el barro. Fue esa puntería la que le permitió a Muscari pasar de un centro cultural de abajo una autopista de Parque Chacabuco a las puertas del teatro Lorange (¡y de la mano de Carlos Rottemberg!).
Muscari siempre se jactó de hacer lo que le gusta y, al menos en cuanto a timing, siempre dio en el blanco. Con Shangay, su nuevo espectáculo, pasa un poco lo mismo. Pero también pasa otra cosa. A días de que los diarios anuncien el primer divorcio legal de una pareja gay en Canadá (dos chicas que se separaron tras cinco días de casamiento formal y diez años de convivencia), el-que-se-sabe-y-se gusta-alternativo estrenó una obra donde el público asiste en vivo a la ruptura de una pareja gay, tomando té verde y comiendo sushi con palitos.
Muscari es Muscari. Y cuando la combinación de arroz y el pescado crudo dejó de ser una cuestión de Estado y se extiende como gripe por el cada vez más tentacular barrio de Palermo, cuando los festivales de cine del mundo festejan la última sorpresa oriental y se llenan las sesiones panorámicas de cine japonés, chino y taiwanés en la Sala Leopoldo Lugones, e incluso cuando la pujante ingeniería del Once llena sus góndolas de productos nipones casi perfectos, el director vuelve a tirar un centro y arremete con una sátira a dos puntas: la de la cultura oriental y la de la cultura gay, dos “géneros”, si se puede decir así, que encabezan el top-ten de la modernidad local. Porque si lo oriental está de moda, lo gay también y más.
Así, una sala del Abasto se llena de lámparas de papel rojo, almohadones en el piso, música chill out y chicas con kimono que reparten té verde y maní japonés con aire de geishas extraviadas. Pero todo un poquito corrido, un poquito distorsionado: en medio de la sensualidad oriental se puede descubrir una sospechosa abundancia de plástico y, mirados un poco más de cerca, esos afiches tan exóticos, parecen como fotocopiados. Tal vez para recordar esa impunidad con la que la moda logra hacer de lo Otro, lo mismo. Y ahora son las geishas que sin tanto recato piden a los asistentes que apaguen celulares y que hagan pis porque en la sala de arriba no hay baño. Entonces hay que subir y acomodarse, rodear una tarima de mesa baja y puffs, pedir más té verde y sushi (o optar por vino y la más clásica picada criolla que viene con papas fritas y palitos) y aprontarse para una velada temática donde la pareja más cool y moderna – el propio Muscari (que debuta como actor en una obra de su autoría) y el espléndido Fernando Sayago–, se encamina hacia la disolución.
Allí es cuando el director que se inició en las performances a los 19 años, y que hace meses fue acusado de pornógrafo y tomado de rehén en un hotel de cinco estrellas de Santiago de Chile (a la embajada vecina no le causó mucha gracia la versión teatral del romance entre una travesti y un funcionario pinochetista), sorprende con una honestidad nueva. Y, desde arriba del escenario, arremete con una obra autorreferencial sobre el amor gay que parodia todos los tics del género con el filo y la impiedad del que conoce. Pero atención: si Shangay sorprende no es tanto por el exceso –como las geishas de pies sucios que también aprovechan para desnudarse, el tratamiento rejuvenecedor de la madre que llega en plan reconciliatorioy el abuso de la incorrección política en la parodia a lo oriental–, elementos que, en todo caso, formaban parte del combo acostumbrado. Ni siquiera por lo supuestamente transgresor de la apuesta: en Shangay hay besos de verdad (un poco distintos a los Florencia de la V y el Sr. Uriarte), mucho baile en calzón y culos al aire. Muscari sorprende por otra cosa. Porque a diferencia de todas las anteriores y aunque tiene sus momentos, Shangay no es una obra festiva. Sorprende por el tono intimista y casi melancólico con el que lleva adelante una separación en ocho actos. Por los momentos en los que pisa en el mundo de los celos, las diferencias y los malentendidos de una pareja; en fin, por el modo en que se interna en ese terreno misterioso e inexplicable que hace que dos personas un día decidan estar juntas, y otro, dejar de estarlo. Por cómo muestra, en un final lánguido y contemplativo, lo mucho que se parecen todas las historias de amor.
Las funciones de Shangay son los viernes y sábados, a las 23, en Abasto Social Club, Humahuaca 3649.
Fuente: Página 12
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