domingo, 30 de mayo de 2010

Un viaje por el buen gusto

DESTREZA Y COLOR:Los elementos siempre presentes del Cirque du Soleil

Crítica “Quidam” El tercer show del Cirque du Soleil en Buenos Aires: muchos climas y un tono preciso.


PorCamilo Sánchez

Entre los apuntes que se anotan, de apuro, entre secuencia y secuencia de Quidam , el tercero de los espectáculos que presenta el Cirque du Soleil en Buenos Aires, aparecerán frases o palabras sueltas que de alguna manera pueden sintetizar este espectáculo que gira por el mundo desde hace quince años: refinamiento, poética de la sincronización, una precisión que agobia, el intento deliberado de encontrar una espectacularidad en lo sencillo.

Quidam, más terrestre que Saltimbanco y Alegría , tiene también un trabajo de puesta en escena más definido en la mano del director artístico Sean Mc Keown. Con una línea de acción clara: los destinos de una niña entre padres aburridos de sueños y periódicos, que sale en busca de maravillas lejos de casa. Un Quidam , un perdido en la multitud, uno más en el gentío, el hombre sin cabeza, le dará la contraseña necesaria.

Esta vez no hay varios escenarios para un zapping visual sino un espacio circular y giratorio y una banda musical potente, al fondo, que jugará con acordes de tango electrónico y aires piazzolianos en varios momentos. Hay instantes en que el violín de Attila Simon y el cantante de Jamieson Lindenburg, sostienen con sus incursiones el espectáculo.

En la primera parte, la irrupción de las cuatro pequeñas y simpáticas chinitas con los diábolos generan un cuadro coreográfico exquisito. El juego de aros y las cuerdas de saltar también apuntan instantes muy logrados y revela, enseguida, nuevos aspectos de Quidam : elementos infantiles en escena transformados en otra cosa y algún guiño a Albert Lamorisse, en esos globos rojos que se sueltan: uno de ellos rondará toda la noche en el borde más alto de la carpa mayor.

Tras el intervalo, las estatuas vivientes de la pareja compuesta por Richard Jescmen y la ucraniana Yana Semilet, imponen un instante de reposo en el show y juegan con el borde mismo de la posibilidad física: atados, parecen, por algún hilo invisible.

Quidam no busca deliberadamente el impacto sino la creación de climas y en ese sentido, la presencia del argentino Toto Castiñeiras es de verdad fundamental. Porque cuando el sincronismo y tanta belleza visual está a punto de generar agobio, aparece su clown incisivo y socarrón, casi porteño, que asume los riesgos de la improvisación: en el debut le tocó lidiar con un equipo de actores/espectadores doblegados, pobres, por el golpe de fama repentino.

Creado en 1996, ya afirmado por entonces el Cirque como un emporio del show moderno, parecería que Quidam fue un espectáculo pensado sin la necesidad de atrapar al otro. De ahí, quizá, su saludable y larga vida.

Fuente: Clarín

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