lunes, 26 de abril de 2010

Una propuesta atípica para la escena oficial

Escena de Los sueños de Cohanaco Foto: GENTILEZA FURMAN ( CTBA )

Los sueños de Cohanaco
, de Mariana Chaud y Leandro Halperín. Con Luciana Acuña, Elisa Carricajo, Daniel Cúparo, Santiago Gobernori, Claudia Mac Auliffe, William Prociuk y Agustín Rittano. Música: E. Haro, Vestuario: C. Sosa Loyola, Luces: G. Caputo, Escenografía: A. Leloutre. Dirección: M. Chaud. Duración: 90 minutos. Sala: Cunill Cabanellas, del San Martín. Nuestra opinión: buena

Aquel que haya visto la gráfica de Los sueños de Cohanaco se habrá sorprendido por encontrar en plena avenida Corrientes un universo tan poco representado como puede ser el de los pueblos originarios en una lejana Patagonia. Porque el teatro, que suele dedicarse casi en exclusividad a la clase media, rara vez se ocupa de la pobreza -ni urbana ni rural- y en escasísimas oportunidades trabajó sobre los nativos de estas tierras y su trágico final, con la excepción de la actriz mapuche Luisa Calcumil. En tal sentido, la propuesta de Chaud y Halperín es traer al corazón del teatro porteño una historia permanentemente olvidada, que transcurre en una toldería en la que Cohanaco, un cacique tehuelche, vive con sus dos mujeres (Patitas y Pata de Ñandú), su compañero Orkeke, un bandido chileno y un secuestrado británico. Con esos pocos personajes, los autores nos entregan una historia en la que hay mucho más que una cultura diferente.

Si bien en lo que hace al vestuario, la caracterización y la escenografía hay un intento de jugar con una dimensión estética realista, no puede afirmarse que Los sueños de Cohanaco sea una mera representación urbana de lo que era una tribu tehuelche, aunque Chaud indudablemente juega con esto. Los primeros minutos son desconcertantemente realistas para quienes conozcan la estética de la autora y directora de Budín inglés. Todos los actores fuertemente reconocibles dentro del circuito independiente y oficial aparecen disfrazados de aborígenes al tiempo que intentan una representación mimética. Pero luego todo este castillo comienza a desarmarse para introducirse en una zona diametralmente opuesta, que explicita los principios representativos. Aclaremos. Luego de esa primera escena y con la excusa del primer sueño de Cohanaco, Chaud quiebra lo que venía trabajando. Los actores hablan entre sí y se mueven por fuera de la representación que segundos antes habían construido. El universo patagónico se hace añicos y asoma con fuerza el teatro y la representación. Los actores entienden a la perfección la propuesta de Chaud y pueden jugar con ella haciendo cómplice a la platea. Es importante en este sentido el trabajo de Gobernori, el que tiene que hacer una serie de desdoblamientos muy complejos puesto que tiene que moverse también en el universo de los sueños, en donde la ideología occidental lo atraviesa y constituye, haciendo que desee a una glamorosa mujer blanca, mientras desprecia a sus dos mujeres nativas. La música cumple allí una función central para representar el salto de una cultura marginal hacia la dominante.

El texto -que podría condensar para ganar en eficacia- juega muy hábilmente con el idioma, puesto que en la obra se habla español, tehuelche e inglés, aunque siempre se escucha el español, generando de ese modo un distanciamiento muy particular tan propio y complejo en el mundo globalizado de las traducciones, pero que, a su vez, dialoga con el imaginario que rodea a esos diálogos imposibles que formaron parte y habilitaron el exterminio.

Para jugar y dejarse sorprender por flechas que vienen de muy lejos portando mensajes. Se disfrutará de una obra atípica, brillantemente interpretada y con una mirada muy tierna sobre ese enfrentamiento de culturas, en el que la guerra no fue necesariamente la única herramienta de conquista.

Federico Irazábal
Fuente: La Nación

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