domingo, 27 de diciembre de 2009

Luces y sombras

THOMAS HIRSCHHORN. El artista suizo monta altares para rendir tributo a sus ídolos, como la poeta Ingeborg Bachmann

El tantas veces presagiado fin del arte nunca llegó, pero las marchas y contramarchas del siglo XX nos dejaron girando en falso en un presente incierto

Graciela Speranza
Para LA NACION - Buenos Aires, 2009

Contrariando los augurios funestos de agotamiento, agonía o mera repetición, el paisaje del arte contemporáneo no ha dejado de ampliarse en un espectro variado, inclasificable, escandalosamente plural. El tantas veces presagiado fin nunca llegó, pero las marchas y contramarchas del siglo XX nos dejaron girando en falso en un presente incierto, sin relatos concluyentes del pasado ni anticipaciones del futuro con los que cartografiar un panorama cambiante y entrópico, renuente a los parámetros convencionales del juicio, ingobernable en su diversidad. Las fronteras del arte, es cierto, se esfumaron al borde de la invisibilidad. Como nunca antes, el arte puede ser lo que el artista decida, sin paradigmas claros ni manifiestos, sin medios específicos ni obras que representen a sus contemporáneas. ¿Pero no es esa lógica irrespetuosa de los límites la que desde siempre le ha dado al arte su inagotable vitalidad? Algo nuevo, hasta entonces profano o banal, atraviesa los márgenes conocidos y reclama su derecho a ocupar un lugar en los archivos de la cultura. Con más o menos vehemencia, dos voces, como en una fuga, afirman o niegan el valor de la novedad: esto es arte , esto no es arte . A principios de los años 60, enfrentado al abismo de un giro brusco, Leo Steinberg resumía con sosegada sensatez la lógica dialéctica de ese movimiento pendular: "En poco tiempo lo nuevo se vuelve familiar; poco después, normal y atractivo, y por último, se inviste de autoridad".

No es ese sentimiento de exilio repentino que sobreviene ante lo nunca visto, sin embargo, lo que desconcierta a espectadores, historiadores y críticos frente al arte que hoy cuenta, sino su naturaleza híbrida, precaria, inestable, una heterogeneidad deliberada que parece sustraerlo de las definiciones conceptuales, el juicio crítico y las determinaciones históricas. De los altares participativos de Thomas Hirschhorn y las esculturas insondables de Anish Kapoor a las ficciones fotográficas de Sophie Calle, la saturación multimediática de Mike Kelley o las sombras evanescentes de objetos que caen en las proyecciones de Paul Chan. Del arte sin arte de la chapuza en los objetos informes de Diego Bianchi o la música heavy mental de Gastón Pérsico a las instalaciones postapocalípticas de Adrián Villar Rojas o los dibujos ácidos de Eduardo Navarro. ¿Esa negativa a reducirse a un medio y una forma no será el signo de una precariedad mayor? Incongruente, informe, radicante, relacional, son las caracterizaciones tentativas del arte contemporáneo, que hablan de una voluntad de desagregarse, ser otra cosa y estar en otra parte, una falta en la que quizá radique su potencia y su sentido histórico: un arte del "entre dos", generador de espacios de choque, contradicciones, sede temporaria incluso de refugiados políticos de otros campos. Mientras que el enemigo más temido de la creatividad artística y política es el consenso, el arte sigue siendo un espacio abierto (la utopía modesta es de Jacques Rancière) que todavía puede promover el disenso, traicionando las expectativas con nuevos usos de las formas, los medios y los espacios; modificando lo visible, los modos de percepción y expresión.

Sin las coartadas ordenadoras de los "neos" y los "posts", sin la demonización simplista de la globalización y la mercantilización neoliberal, surge una pregunta que va más allá: ¿qué es, a fin de cuentas, lo contemporáneo? Giorgio Agamben propuso no hace mucho una respuesta que quiere calar más hondo en la incertidumbre actual. El poeta, el artista contemporáneo, es aquel que mira con firmeza el mundo de su tiempo, no para percibir sus luces sino más bien su oscuridad, e incluso para descubrir allí restos arcaicos de un pasado no vivido que es posible recuperar. "Ser contemporáneo es una cuestión de coraje -escribe-, porque significa ser capaz no sólo de fijar la mirada en la oscuridad de la época, sino también percibir allí una luz, que aunque nos está dirigida se aleja irremediablemente." La pregunta que cuenta hoy no es ya por los límites siempre lábiles del arte renovador, sino por su capacidad de no cegarse con el resplandor del presente y descubrir un atisbo de luz entre las sombras.

Fuente: La Nación

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