lunes, 30 de noviembre de 2009

CRÓNICAS DE NUESTRO TEATRO POPULAR

Por Emilio Saad*

ANTES DE LA REVOLUCIÓN DE MAYO

No hay duda de que existe un “Teatro de la Revolución”. Basta repasar periódicos y testimonios de la época. Si nos atenemos a las tres clásicas exigencias del fenómeno teatral, podemos decir que había textos teatrales que abordaban la temática revolucionaria (“El 25 de Mayo o el triunfo de la libertad”, “El detalle de Maipú”), actores y puestistas locales (Luis Ambrosio Morante, Trinidad Guevara) y un público dispuesto a seguir las funciones con entusiasmo. Sin embargo, así como sabemos que la historia de nuestro país no empieza una lluviosa mañana de 1810, también la historia del teatro en nuestro territorio, empieza muchos años antes.

PRIMEROS PASOS DE LA COMEDIA

Si bien la actual Argentina no contó con civilizaciones precolombinas tan desarrolladas como la azteca o la inca, podemos decir que las ceremonias indígenas (sobre todo aquellas destinados a sus divinidades) establecían una especie de teatralización. Los sacerdotes españoles -particularmente los jesuitas- sabrían aprovechar esos eventos, cambiando sus significados, para favorecer el adoctrinamiento de nuestros indios. Con el mismo objeto se harían representaciones de acontecimientos vinculados a la fe cristiana. Corriendo los años -y tal como pasaba en Europa- los festejos litúrgicos darían lugar a una suerte de funciones teatrales de las que también participaría la comunidad hispana. No se descartan eventos semejantes para festejar la coronación de un rey o sus esponsales. A tales efectos -y considerando documentos más próximos- podemos imaginar la producción de “loas” a su majestad y la representación de “piezas de circunstancias”, no necesariamente confesionales.

Ya en el siglo XVIII tenemos testimonios elocuentes de “funciones teatrales”. Una comedia de Agustín Moreto se representa en Santa Fe en 1717, con motivo de la fiesta de San Jerónimo, patrono de la ciudad. Sabemos que el ayuntamiento de Buenos Aires, en 1723, sufragó “los gastos de comedias” para celebrar “los desponsales de nuestros príncipes”. Diez años más tarde, un sainete representado en Catamarca, produce la ira del gobernador. Aparentemente la obra hacía burla de él y uno de los actores es procesado y condenado al cepo. Este hecho, por supuesto, revela lo riesgoso del teatro en estas latitudes: algo que la historia posterior demostraría con creces. Pero también señala, junto a los ejemplos anteriores, que si bien en la sociedad colonial la actividad teatral no era permanente, tampoco era demasiado extraña.

Podemos imaginar tinglados improvisados para realizar las funciones: de hecho se conoce uno alzado, en 1747, en la Real Fortaleza de Buenos Aires para festejar la asunción de Fernando VI (en la ocasión se ofrecieron dos obras de Calderón de la Barca). Pero también sabemos que se hacían representaciones teatrales en los grandes patios de algunas casonas.

EL TEATRO DE LOS RANCHOS

Toda esta actividad no siempre fue registrada por los cronistas de la época. Pero se nos hace evidente ante la decisión del virrey Vértiz de crear en Buenos Aires una “Casa de comedias”. Cabe decir que esta sala no era la primera que se construía en América. El teatro, que según Vértiz era “una de las mejores escuelas de costumbres”, ya había prendido en la sociedad colonial.

Se sabe que el propósito del virrey era crear una sala teatral acorde “a la importancia de una capital de Virreynato”. Pero como las obras podían tardar demasiado, un tal Francisco Valverde elevó el proyecto de una sala provisoria, que se ubicara en la esquina de las actuales calles Perú y Alsina. Según parece, la zona abundaba en “ranchos”. De allí que “La Casa de Comedias Provisional” que citan orgullosamente los documentos oficiales, fuera llamada “La Ranchería” por el público porteño. En realidad tal sala no era más que un galpón de ladrillos con techo de paja. El escenario era bajo y en la parte superior un gran cartel anunciaba a los espectadores que “El teatro es espejo de la vida”.

Durante nueve años en “La Ranchería” se representaron dramas, comedias, sainetes y entremeses. Sólo una de las obras presentadas (dos, según algunos investigadores) era de un autor local. El resto pertenecía al repertorio hispánico.

El teatro de “La Ranchería” se incendió en 1792. Un cohete lanzado desde una iglesia, durante una celebración patronal, cayó sobre su techo. La paja ardió con facilidad y la sala quedó totalmente destruida. Aún hoy, algunos autores se preguntan si el incendio fue casual o no.

SIRIPO, EL INDIO MALO

Como dijimos, no hay duda de que al menos una obra de autor criollo subió a escena en “La Ranchería”. Esto ocurrió durante el carnaval de 1789 con “Siripo” de Manuel de Lavardén: un drama basado en un episodio legendario que relata Ruy Díaz de Guzmán en su poema “La Argentina”. Se trata de la historia de Lucía Miranda, la única mujer blanca del fuerte Sancti Spiritu (este fuerte, como sabemos, fue el primer asentamiento español en nuestro territorio). El drama, de estilo neoclásico y escrito en versos endecasílabos, tiene seguros antecedentes en el “Atahualpa” de Cristóbal Cortés y el “Moctezuma” de Bernardo de Calzada.

Pero de “Siripo” sólo nos queda el segundo acto: el resto se perdió en el incendio de “La Ranchería”. Aún así, a partir de ese “acto”, de comentarios de la época y de la misma leyenda, los investigadores del caso han podido reconstruir el argumento de la obra.

En ella, aparentemente, la relación inicial entre indios (timbúes) y españoles, era amistosa. En realidad los nativos parecían haberse sometido al dominio europeo. Sólo Siripo (maligno espíritu de acuerdo a la leyenda y a Lavardén) animaba fieros rencores contra los hispanos. Aprovechaba entonces el amor que Mangoyé, su hermano y cacique de la tribu, sentía por la bella Lucía, para convencerlo de asaltar el fuerte. Le decía que así podría raptar a la joven. No importaba que Lucía estuviera casada con Sebastián Hurtado, uno de los conquistadores.

Siripo insistía y el asalto se realizaba; pero Mangoyé moría en él. De modo que quien raptaba a Lucía era Siripo mismo. Y a partir de allí, junto con el cacicazgo de su hermano, heredaba su amor por ella. Durante el asalto, el grueso de los conquistadores había estado ausente del fuerte.

Entre ellos se contaba Sebastián Hurtado, quien, al conocer lo ocurrido, se introducía en el caserío timbú para rescatar a su mujer. Sobrevenían entonces numerosos y dramáticos percances (la obra tenía cinco actos) hasta que finalmente Siripo, despechado por el indestructible amor del matrimonio español, los hacía matar a ambos.

Hemos contado con algún detalle este argumento porque casi veinticinco años más tarde, la historia de Siripo volverá a la escena porteña. Pero ya habrá ocurrido la Revolución de Mayo y los significados serán otros. Los timbúes son vistos como un pueblo que defiende su libertad ante los españoles. Ahora es Siripo quien tiene razón. Y su accionar dentro del triángulo amoroso puede ser tan noble (si no más) que el de los otros protagonistas.

SE VIENEN LOS GAUCHOS

La obra local de la cual se duda que haya llegado al escenario de “La Ranchería”, es “El amor de la estanciera”. De su autor, pese a algunas especulaciones, sólo sabemos que es tan criollo como anónimo. No obstante podemos decir que así como “Siripo” inaugura la vertiente americanista y “culta” de nuestro teatro, “El amor de la estanciera” sería nuestro primer sainete.

En este caso nos atenemos a la forma popular impuesta por Ramón de la Cruz en España y seguida por sus imitadores americanos. Claro que si nos adentramos en la obra, descubriremos elementos tan originales, tan vinculados a nuestras costumbres y lenguaje, que la apartan de los sainetes de la época, sean españoles o americanos. Es posible que estemos ante el primer “sainete criollo”, tal como -más de un siglo después- va a entenderse este subgénero entre nosotros.

Chepa es la “estanciera” de la obra. Pero esta palabra, en aquel tiempo, no designaba a una dama terrateniente, sino, con más sencillez, a una campesina. La obra bien podría llamarse “El amor de la paisana” o “El amor de la gauchita”, si no fuera que la palabra “gaucho”, a fines del siglo XVIII todavía estaba poco difundida. Cuando Baltasar Maziel escribiera, en 1777, la poesía inaugural de toda la literatura gauchesca (anticipándose en cuarenta años a la obra de Bartolomé Hidalgo, supuesto precursor del género) la llamó “Canto de un guaso en estilo campestre”. En la primigenia poesía de Maziel debemos entender -por sus versos populares y por su lenguaje- que “guaso” tiene el mismo valor que “gaucho”. Y mencionamos precisamente a Maziel, porque Ricardo Rojas considera que de acuerdo a sus personajes y a sus términos gauchescos, “El amor de la estanciera” pudo haber sido escrita por él.

Conozcamos, según esta obra, las características de una estanciera en 1790:

No faltará una estanciera
con quien se pueda casar
más pulida y más morruda
que mejor sepa ordeñar.

Chepa está cortejada por dos galanes: Juan Perucho y Marcos Figueiras. Uno es criollo, sobrio, trabajador y excelente jinete. El otro es un mercader portugués de aire fanfarrón, viene de la ciudad, es supuestamente rico y asegura tener una prosapia que llega hasta el mismo rey. Doña Pancha, la madre de la estanciera, lo prefiere como yerno. En cambio el padre, Don Cancho, aprecia más a Juan. Pero éste no sabe expresar su afecto. Y Chepa se queja:

El portugués me acaricia
y Juancho Perucho, no.
Sólo me dijo una tarde
¡Bien haya quien te parió!

Marcos es sabio en requiebros y sabe qué regalarle a una mujer: pañuelos, cintas de colores, lencería. Juancho regala quesillo, leche, un caballito picaso, mantequilla: todo de su producción rural. La confrontación “campo-ciudad” es evidente y resulta rara en un sainete de la época. Pero es más extraño, aún, el ámbito campero. Hasta entonces Ramón de la Cruz y sus seguidores habían desarrollado todos sus sainetes en un ambiente urbano.


Pero aunque Chepa le diga a Juan “Sos un caballo sin freno/ puerco, bruto y muy moreno” -ante la paciente tranquilidad del mozo- hay un proceso de ablandamiento en la estanciera. Frente a los espejitos de colores, prefiere su pertenencia y su propia realidad. “Amado Juancho Perucho/ medio ya te estoy queriendo” dice la estanciera, confirmándolo.

Y Marcos se nos presentará cada vez más ridículo: se cae del caballo y entra escena rengueando. Pero es su lenguaje lo que más lo descalifica. Cabe decir que esa mezcla de español y portugués anticipa en más de un siglo al “cocoliche” de los “dramas gauchescos” y de los “sainetes criollos”. En cambio, en el lenguaje de los criollos, ya apunta la gauchesca. Abundan los “ta güeno”, “agüela”, “mancarrón”, “redomón”, “parejero”, tanto como los finales en ao: enamorao, malvao, tumbao, cansao. Y las formas verbales propias del voseo: andá, mirá, comé. Sin contar algunos inusitados “che”, que vuelven más confuso el origen de esta palabra.

Hemos hablado del tema de fondo de la obra. Y éste se revela claramente hacia el final, cuando Doña Pancha, intenta, todavía, una defensa del portugués:

Cancho mirá lo que hacés
no te lleves por marañas
un portugués la pretende;
al fin es hombre de España
.”

Y Don Cancho responde:

Mujer, aquestos de España
son todos medio bellacos;
más vale un paisano nuestro
aunque tenga cuatro trapos.

Posiblemente por primera vez en América aparecen expresadas en boca de personajes populares, las diferencias entre hispanos e hijos país. No olvidemos que el texto fue escrito veinte años antes de la Revolución de Mayo. Y por primera vez, en un texto, esas diferencias se dirimen a favor de los criollos.

* Emilio Saad es periodista, autor de historietas, dibujante, escritor, dramaturgo y operador social. Ha publicado los cuentos “El recreo del sombrero” en la antología ¡Todos al recreo!, “El ovillo del destino” en La última rebelión. Su cuento “La regadera que jugaba al carnaval” ganó el segundo premio en un concurso realizado por la “Fundación El Libro”, ALIJA y editorial Colihue.

Fuente: Libro de Arena

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