SAN MARTIN. Imágenes de la presentación de una obra de Mozambique en la prisión que funciona desde 1889 y que hace 5 años fue escenario del motín más grande de la historia de Córdoba.
En el marco del VII Festival de teatro del Mercosur, que terminó el domingo en Córdoba, dos compañías extranjeras actuaron en cárceles. Aquí, una mirada subjetiva de dos actuaciones distintas.
En el marco del VII Festival de teatro del Mercosur, que terminó el domingo en Córdoba, dos compañías extranjeras actuaron en cárceles. Aquí, una mirada subjetiva de dos actuaciones distintas.
Por: Guido Carelli Lynch
Las paredes de cualquier casa hablan, tienen historia. Las manchas de humedad de los muros del Penal San Martín son gritos desgarrados, grabados con hongos en todas las paredes de la cárcel. Son miles de manchas descascaradas en paredes menos célebres pero más viejas que las de Alcatraz o las de Ushuaia, que todavía sirven de barreras.
Y ahora que camino hacia la salida de la cárcel de Bouwer, por un pasillo largo y enrejado, como un tubo, en la mitad del campo, que bien podría ser una locación de una futura temporada de Prision Break, sólo pienso en las primeras palabras que me dijo Pedro Mercado, preso en San Martín. "Al hijo de puta que inventó las cárceles habría que matarlo". Lo decía con calma, como cualquiera lo haría en una mesa de café, pero con la contundencia del que examina una y otra vez la naturaleza del asunto, buscando sentido donde no lo hay.
Un rato después Lucrecia Paco bailaba sensual, tomándose de las rejas, y se prostituía en lo que era una esquina imaginaria de Maputo, pero también el gimnasio del penal donde Mercado cumple sentencia. Más de una treintena de presos la miraban, en silencio. Sólo le sacaban los ojos de encima para leer los subtítulos de su portugués africano, distinto al de los reclusos brasileños.
Mercado, de a ratos, parecía más entusiasmado con el percusionista y las rastas del compositor Cheny Wa Gune, que interrumpía o acompañaba a la actriz golpeando suavemente el timbila, un xilofón de Mozambique, o todavía más fuerte sus tambores, el xitende y el mbira.
Mientras los integrantes de la compañía belga de danza "Los ballets C de la B" elongaban y se preparaban para su función en la cárcel de mujeres de Bouwer, la directora del área de educación del penal me comentó que "las internas son más irreverentes que los hombres".
–Las mujeres son más zarpadas– aportó alguien, temiendo un público difícil.
Fueron llegando en grupos y acomodándose por separado. Primero, a la derecha y adelante, se sentaron las procesadas. Atrás, las reincidentes con proceso. A la izquierda y separadas por un pasillo, las condenadas y, detrás de ellas, algunas madres reclusas con sus chicos. Afuera, completaba la secuencia el fotograma de un tobogán, la base de lo que debió ser una calesita y un muro; el sinsentido de una plaza encerrada, sin escape. El cuchicheo, las risas y burlas, típicas de acto de secundario duraron poco, casi nada. Por un rato, el mundo se reducía a la pieza Patchagonia, último paisaje; a ese salón espejado, casi un espejismo.
–Yo soy vos–, dijo Mercado cuando Mujer asfalto bajó el telón y la actriz todavía se secaba emocionada las lágrimas. Después, me explicó que quería "matar su ego", que estaba ahí por odiar al otro, a los demás. Todavía le quedan tres años de los 14 que cumple por robo calificado. Baja la voz cuando habla de su pasado, de sus hijos. La levanta, en cambio, para corregirme cuando le pregunto por los "internos".
–Somos personas privadas de su libertad. "Internos" despersonaliza, aliena.
Yo asiento, me disculpo y pienso. A la noche, por televisión, la actriz africana le cuenta su experiencia al notero del noticiero. En su portuñol forzado no tiene tantos eufemismos para elegir. Habla, en cambio, de la emoción de "los prisioneros". Pienso que eso son exactamente, que hasta un ciego lo vería, un "no vidente" como el violinista belga en Bouwer.
–Yo no quiero terminar con la carne desgarrada, como una fría piedra en el asfalto– largó Luis en la cárcel de San Martín, a modo de agradecimiento y deformando un parlamento de la obra que acababa de ver. Un silencio como el de las paredes recorrió el gimnasio hasta que los aplausos llenaron el vacío del ambiente.
Terminó también la otra ficción, la del servicio penitenciario feliz, que la división en apariencia casual de las ubicaciones hacía evidente. Los presos por un lado, las autoridades y algunos periodistas, por el otro. "Yo soy vos" había dicho Mercado. Los guardiacárceles, la mitad gordos, la mitad aturdidos, registraban todo en camaritas de video, como los padres en los actos escolares.
A sólo diez metros de ese escenario estalló hace cuatro años el motín más sangriento de la historia de Córdoba. Ni Mercado ni yo preferimos recordarlo.
Fuente: Revista Ñ
Las paredes de cualquier casa hablan, tienen historia. Las manchas de humedad de los muros del Penal San Martín son gritos desgarrados, grabados con hongos en todas las paredes de la cárcel. Son miles de manchas descascaradas en paredes menos célebres pero más viejas que las de Alcatraz o las de Ushuaia, que todavía sirven de barreras.
Y ahora que camino hacia la salida de la cárcel de Bouwer, por un pasillo largo y enrejado, como un tubo, en la mitad del campo, que bien podría ser una locación de una futura temporada de Prision Break, sólo pienso en las primeras palabras que me dijo Pedro Mercado, preso en San Martín. "Al hijo de puta que inventó las cárceles habría que matarlo". Lo decía con calma, como cualquiera lo haría en una mesa de café, pero con la contundencia del que examina una y otra vez la naturaleza del asunto, buscando sentido donde no lo hay.
Un rato después Lucrecia Paco bailaba sensual, tomándose de las rejas, y se prostituía en lo que era una esquina imaginaria de Maputo, pero también el gimnasio del penal donde Mercado cumple sentencia. Más de una treintena de presos la miraban, en silencio. Sólo le sacaban los ojos de encima para leer los subtítulos de su portugués africano, distinto al de los reclusos brasileños.
Mercado, de a ratos, parecía más entusiasmado con el percusionista y las rastas del compositor Cheny Wa Gune, que interrumpía o acompañaba a la actriz golpeando suavemente el timbila, un xilofón de Mozambique, o todavía más fuerte sus tambores, el xitende y el mbira.
Mientras los integrantes de la compañía belga de danza "Los ballets C de la B" elongaban y se preparaban para su función en la cárcel de mujeres de Bouwer, la directora del área de educación del penal me comentó que "las internas son más irreverentes que los hombres".
–Las mujeres son más zarpadas– aportó alguien, temiendo un público difícil.
Fueron llegando en grupos y acomodándose por separado. Primero, a la derecha y adelante, se sentaron las procesadas. Atrás, las reincidentes con proceso. A la izquierda y separadas por un pasillo, las condenadas y, detrás de ellas, algunas madres reclusas con sus chicos. Afuera, completaba la secuencia el fotograma de un tobogán, la base de lo que debió ser una calesita y un muro; el sinsentido de una plaza encerrada, sin escape. El cuchicheo, las risas y burlas, típicas de acto de secundario duraron poco, casi nada. Por un rato, el mundo se reducía a la pieza Patchagonia, último paisaje; a ese salón espejado, casi un espejismo.
–Yo soy vos–, dijo Mercado cuando Mujer asfalto bajó el telón y la actriz todavía se secaba emocionada las lágrimas. Después, me explicó que quería "matar su ego", que estaba ahí por odiar al otro, a los demás. Todavía le quedan tres años de los 14 que cumple por robo calificado. Baja la voz cuando habla de su pasado, de sus hijos. La levanta, en cambio, para corregirme cuando le pregunto por los "internos".
–Somos personas privadas de su libertad. "Internos" despersonaliza, aliena.
Yo asiento, me disculpo y pienso. A la noche, por televisión, la actriz africana le cuenta su experiencia al notero del noticiero. En su portuñol forzado no tiene tantos eufemismos para elegir. Habla, en cambio, de la emoción de "los prisioneros". Pienso que eso son exactamente, que hasta un ciego lo vería, un "no vidente" como el violinista belga en Bouwer.
–Yo no quiero terminar con la carne desgarrada, como una fría piedra en el asfalto– largó Luis en la cárcel de San Martín, a modo de agradecimiento y deformando un parlamento de la obra que acababa de ver. Un silencio como el de las paredes recorrió el gimnasio hasta que los aplausos llenaron el vacío del ambiente.
Terminó también la otra ficción, la del servicio penitenciario feliz, que la división en apariencia casual de las ubicaciones hacía evidente. Los presos por un lado, las autoridades y algunos periodistas, por el otro. "Yo soy vos" había dicho Mercado. Los guardiacárceles, la mitad gordos, la mitad aturdidos, registraban todo en camaritas de video, como los padres en los actos escolares.
A sólo diez metros de ese escenario estalló hace cuatro años el motín más sangriento de la historia de Córdoba. Ni Mercado ni yo preferimos recordarlo.
Fuente: Revista Ñ
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