miércoles, 1 de julio de 2009

Estrategias de resistencia

Josu Montero

El dramaturgo francés David Lescot era absolutamente desconocido en el estado español hasta la publicación de las dos obras que contiene este libro que edita Teatro del Astillero. A remarcar, por una parte, la enorme potencia del lenguaje que en estas obras se despliega, y cuyo referente más inmediato es el mejor Koltès. Y por otra parte la fascinación que sobre el lector ejercen las extrañas historias que Lescot nos cuenta; historias que hunden sus pies en concretas circunstancias de nuestra más inmediata realidad social y humana, pero que pronto van despegándose del realismo inicial para abrirse lentamente a lo irreal, a sentidos insospechados en donde lo que se juega no es sino el sombrío destino del ser humano contemporáneo. No sé porqué leyendo estas obras me he acordado de unas palabras de Goddard en las que afirmaba que no le interesa contar la historia de unos personajes, sino más bien cómo la Historia pasa por unos personajes.

A pesar de provenir de una familia de actores, David Lescot (nacido en 1971) se decanta por la música, por el jazz, lo que sin duda contribuye a explicar el profundo sentido del ritmo y de la musicalidad de sus textos, por mucho que en ellos tengan también gran presencia los aspectos no verbales. No será hasta 1999 que decide dedicarse plenamente al teatro, iniciando una fulgurante carrera como autor, director, y como teórico, ya que es actualmente profesor de Estudios Teatrales en la parisina Universidad de Nanterre. En el 99 estrena sus dos primeras obras, y en 2002 está fechada la tercera: “Matrimonio”, obra que le consagra como algo más que una joven promesa y en 2004, firma “Un hombre en quiebra”.

“Matrimonio” nos ofrece los encuentros entre un hombre y una mujer unidos por un matrimonio de conveniencia: “Te acojo. Te quedas conmigo doce veces durante un año. Te quedas aquí un año, nos ocultamos doce veces, y el tiempo trabaja a nuestro favor. Y, al finalizar, te libero y puedes ir adonde quieras, ya no te detendrán, estarás protegido, tendrás derechos, y yo habré incorporado a alguien a la república, te habré hecho pasar de contrabando a la chita callando”. Y en efecto para conocerse planean doce encuentros, uno al mes durante un año. Saberlo todo el uno del otro. Trazan así un exacto plan: doce encuentros, doce peculiares “temas”: “Un plan”, “Comer”, “Nuestros recuerdos”, “Nuestros dos cuerpos”, “Tu lengua”, “Duerme”, “Equilibrio de fuerzas”, “Tendrías que dejar huella”, “Uno y otro solos”, “Cúrame”, “Vete” y “Añadamos vacío”; cada encuentro “temático”, una escena. Pero las cosas no suelen salir según el plan. De estos encuentros furtivos, planteados con distanciamiento y sin implicación, nace en La mujer una sed, un deseo, la búsqueda del otro –el otro, en este caso es el extranjero, el diferente, el perseguido, el ilegal- y por lo tanto búsqueda de sí misma; es obvio que la mística no está lejana. Quiero ver aquí la sombra de esa filósofa y activista francesa que fue Simone Weil. Compromiso político en primerísimo plano, y también viaje iniciático, descenso a los infiernos tanto personales como sociales. Y es que las cuatro últimas escenas de la obra, vigorosos y febriles monólogos de La mujer, no son sino un progresivo viaje simbólico al corazón de las tinieblas: “En una asociación” –una oenegé-, “En un taller” –una catacumba de trabajo clandestino-, “En un hotel” –la cloaca de más ínfima clase, lo peor de lo peor- y “En un puerto”.
“Y ahora eres tú, si nos encontrásemos, el que podría rescatarme de las arenas movedizas en las que estoy”. Estas últimas son significativamente las palabras con las que se cierra la obra: paradójicamente es el otro, el extranjero, el paria, quien nos salva, quien puede salvarnos.

Si “Matrimonio” es un viaje, el momento de la resistencia, de la acción, lo que “Un hombre en quiebra” plantea es precisamente lo contrario: la transformación a través de la inmovilidad, la no acción, el despojamiento, la desposesión de lo material e incluso de uno mismo, la desaparición. La obra parte de la ruptura y la separación de una pareja; él se queda solo, y sin trabajo no puede hacer frente a una deuda que asciende a 24.664 euros. Pronto entra en escena un Agente judicial subastador de los escasos bienes del hombre, todo su exiguo patrimonio personal salvo el denominado “mínimo vital”; pero este Agente se comenzará a tomar atribuciones poco propias de su burocrática misión, lo que origina escenas plenas de ironía y de sarcasmo. La quiebra no es por tanto sólo económica y material, también afectiva, emocional, intelectual, existencial e incluso orgánica, ya que al mismo tiempo El hombre comienza lentamente a menguar, a volverse más y más pequeño, y por lo tanto a cambiar su relación con el espacio y con el tiempo. “Ahora ya no lucho contra mi despojo, ni siquiera pienso retener nada, guardar nada; favorezco y acelero la desaparición, abandono hasta el recuerdo de mis pertenencias”, le dice El hombre a La mujer; y también reflexiona: “Y es así como el hombre de dos centímetros invierte, él sólo, la orientación dominante del mercado y pone en peligro la superproductividad que, como todos sabemos, lleva al mundo a su perdición”. No obstante el Agente judicial le advierte: “Usted cambia, pero a su alrededor nada cambia”. Parece decirnos Lescot que frente a un sistema que se alimenta de nuestra participación de una forma u otra en él, la pasividad absoluta, la inacción, puede ser una respuesta transformadora.

Señalar por último el trabajo de Fernando Gómez Grande no ya como espléndido traductor de estas obras, sino como rastreador en la dramaturgia francesa contemporánea, como necesario y comprometido mediador y divulgador de autores que sin él no conoceríamos. En 2005 el gobierno francés reconoció este trabajo nombrándole “Chevalier de las Artes y las Letras”.

Fuente: artezblai

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