sábado, 25 de abril de 2009

El muchacho que quería crecer

TEATRO: CRITICA - "LAS LLAVES DE ABAJO"
Una buena idea central en el primer trabajo como director teatral de Daniel Burman, con la impronta de Damián Dreizik

Por Camilo Sanchez

Ni cinéfilo ni adicto a la escena, Daniel Burman ha reconocido que su primera incursión teatral, que sucede desde el jueves en la Ciudad Cultural Konex con Las llaves de abajo, estaba motivada bajo la misma impronta y deseo que impulsa su labor cinematográfica: contar historias. Aquella formidable tensión narrativa de, por ejemplo, Alfredo Casero arrojando al océano las cenizas de su mujer (Todas las azafatas van al cielo) o ese tempo aceitado de una reunión de consorcio que comandaba Sergio Boris en una galería del Once (El abrazo partido) obligan a creerle, además, cuando habla de su placer de trabajar con actores en la intimidad, sin una multitud de técnicos rondando, ni ocho camiones de exteriores apurando los plazos en los alrededores del rodaje.

Atravesada por el humor absurdo que es marca de fábrica en Damián Dreizik -coautor de la obra y protagonista- la línea de acción de Las llaves de abajo podría definirse como la historia de un muchacho patético y querible. Entrado en los cuarenta, separado y con dos hijos, con sus obsesiones que lo acosan como a cualquiera, y bombardeado por los lugares comunes que produce sin parar la clase media porteña. Lo que lo distingue es que el muchacho pelea, o se deja seducir, por una madre trifásica y que aún aspira a un crecimiento. Un crecimiento. No profesional ni humano, sino un estirón sencillamente físico: le pide a la vida, a través de la intervención de un traumatólogo familiar, cinco centímetros más de estatura. Esa es su épica. Una idea potente que, en los inicios de la historia, suena ajustada, sobre todo en ese deja vu de Gabriel (Dreizik) que retorna al departamento de su madre, Mabel, en busca de las radiografías para operarse y se encuentra con esquirlas emotivas de su memoria infantil.

El toque algo siniestro de una madre desglosada en tres personajes -una que pone límites (Elvira Onetto), otra que apaña y domestica (Adriana Aizemberg), y una última que sólo ve empecinadamente lo oscuro de su hijo y alrededores (Chela Cardalda)- resulta un buen recurso, pero que tiende a desdibujarse, y pierde la sorpresa inicial en el transcurso del desarrollo de la obra.

Lo acertado en Las llaves de abajo es que Burman tiene la audacia necesaria para desmarcarse del lenguaje narrativo que venía manejando como cineasta en sus últimas películas. En todo caso, para él parece ser esta incursión teatral un retorno a su primera etapa cinematográfica, más experimental. No pretende jugar a lo seguro: corre riesgos.

La contracara, en tanto, en este nuevo formato que elige para contar historias, resulta de ciertas dificultades de puesta que debilitan la idea central: el estatismo de las tres madres, el engranaje que se resiente entre cortes de escena, algunos detalles técnicos que no terminan de producir el efecto esperado. Por último, quedan muy difuminados los motivos por los que el hijo decide cambiar, en un momento, el impulso y deja de lado la idea de escaparse de la casa materna.

En su registro, Damián Dreizik genera secuencias o parlamentos que cuentan con su descarnado poder de observación: la defensa del niño enviado a natación, el deporte más completo, puede citarse sólo a la manera de un ejemplo. Las madres en cuestión -una sorpresa el trabajo de Chela Cardalda- tienen, cada una en su registro, el tono requerido, y son muy acertados la escenografía y vestuario de Margarita Tambornino y el diseño de luces de Hugo Colace y Nicolás Trovato.

Fuente: Clarín

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