En el estreno del "El Pan de la locura"
"El pan de la locura", de Carlos Gorostiza. Intérpretes: Gabo Correa, Osmar Núñez, Sergio Boris, Enrique Liporace, Ana María Picchio, Julieta Vallina, Alejandro Awada, Emiliano Dionisi, Leonardo Ramírez, Nya Quesada, Iván Moschner, Pablo Rinaldi, Pedro Ferraro. Coreografía: Diana Szeinblum. Iluminación: Matías Sendón. Música: Ulises Conti. Vestuario: Magda Banach. Escenografía: Oria Puppo. Asistencia de dirección: Silvia Contreras. Dirección: Luciano Suardi. En el teatro Regio.
Nuestra opinión: Bueno
La cuadra de una panadería fue el ámbito elegido por Carlos Gorostiza en 1958 -año del estreno de "El pan de la locura"- para hablar de algunas miserias humanas que, lamentablemente, no sólo pertenecen a una época particular, sino que, con el paso del tiempo, no han logrado superarse. En el espacio sombrío en el que se generan alimentos para las personas, otras personas - las que hacen una comida tan emblemática como el pan- aparecen atadas a unos destinos que han decidido aceptar por miedo, inseguridad, y esto les genera una profunda infelicidad. Una anécdota particular los despierta y algo nuevo aparece: la responsabilidad ante el otro y, fundamentalmente, ante ellos mismos.
Considerando el tiempo de su estreno, hoy la obra puede verse como un germen -muy vital, por cierto- que hablaba de la necesidad de encontrar una pequeña libertad que posibilitase seguridad y sobre todo entereza para enfrentar la vida con lo que uno tiene, con aquello que es y con aquello en lo que cree.
Hay algo muy interesante en el texto también: un joven es quien descubre la anécdota que movilizará la acción y hará caer muchos velos. El más libre, acaso, que repite citas bíblicas y aún arrastra a Mahoma en su discurso y lo deja latir en ese lugar donde los seres se han tornado patéticos, a fuerza de tanto aceptar una rutina que poco les posibilita desarrollar sus pensamientos.
Antonio y Juana, los protagonistas de "El pan de la locura", se estaban aproximando a los años 60 y seguramente habrán entrado en esa década con un poco de libertad y, sobre todo, con muchas esperanzas, porque estaban convencidos que el cambio iba a dar buenos réditos, por lo menos personales.
El director Luciano Suardi monta la obra cuidando su registro original. Un fuerte naturalismo se adueña del escenario del teatro Regio y por él transitan esos hombres y esas mujeres con una sana intención a cuestas: dar cuenta de un aspecto que caracterizaba a la sociedad de aquel tiempo. El fresco que consigue Suardi es sumamente atractivo por la expresividad de los personajes que moldea, por mantener un ritmo sostenido que hace que la acción progrese eficazmente y, sobre todo, porque en ese tránsito el espectador irá descubriendo -con preocupación, seguramente- que la historia no ha sido nada benévola con la Argentina, porque -confrontación de épocas mediante- quienes amasan pan y quienes deben controlar su calidad no lo hacen, tampoco hoy, con verdadera responsabilidad.
En lo actoral, el trabajo es bastante armónico en su concepción general. Cada uno de los intérpretes construye a su criatura desde un lugar muy sensible, valorizando sobre todo una serie de rasgos personales que posibilitan reconocerlos con mayor entereza. Alejandro Awada da vida a Antonio con una notable profundidad. Lleva la línea de la acción con gran seguridad y va descubriendo la conducta del personaje, en la relación con los otros, de manera muy natural y conmovedora.
En un rol más pequeño, aunque construido con igual seguridad, el patrón de Enrique Liporace deja una fuerte señal en la escena. También es intenso el trío que conforman Gabo Correa (Garufa), Osmar Núñez (Badoglio) y Sergio Boris (José). El Mateo de Emiliano Dionisi resulta muy entrañable; el joven actor demuestra buenos recursos interpretativos. El rol de Juana (Ana María Picchio) asoma algo desdibujado dentro de ese mundo masculino. Y esto es llamativo, ya que es la misma esposa del panadero quien, con su actitud, provoca parte del desenlace de la obra. Picchio construye a un ser demasiado pequeño, tal vez, que a la hora del desenlace no alcanza un verdadero dramatismo.
Los rubros técnicos - escenografía de Oria Puppo, vestuario de Magda Banach, iluminación de Matías Sendón- resultan de una muy fuerte presencia a la hora de completar una estética de potentes signos.
Carlos Pacheco
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