sábado, 26 de octubre de 2002

TEATRO ARGENTINO DE LOS 80 Darle al cuerpo la palabra

En esta entrevista, la crítica Beatriz Trastoy analiza las dos corrientes centrales de la escena nacional después de la última Dictadura: corporalidad y narración, teatro no verbal y teatro de la palabra.

Enrique Foffani

Fue a mediados de la década de los 80 cuando se comenzó a reconocer un cambio radical en el teatro argentino. No es casualidad que ese período clave coincidiera con la reinstalación democrática en el orden político y que se manifestara en el campo teatral con la emergencia de dos fuertes tendencias de renovación. Por un lado, el repliegue de la palabra, que dio paso en escena a los lenguajes no verbales, lo circense, lo acrobático, el empleo de muñecos, la mímica y la danza, todo aquello que tiene por protagonista al cuerpo y que generó espectáculos como UORC, de la Organización Negra o La máquina Hamlet, del Periférico de Objetos. Y, por otro lado, de una manera quizá menos visible pero de todos modos intensa, una vuelta al teatro narrativo, despojadamente oral, más proclive a hablar que a actuar, menos a repetir las virtudes ya gastadas del soliloquio que a renovar desde sus raíces el monólogo hasta transformarlo en otra cosa: en un unipersonal.

Así, la corporalidad y la narración, el teatro no verbal y el teatro de la palabra condensarían las dos corrientes teatrales que surgieron después de la última dictadura militar. Cuando con el Juicio a las Juntas comenzaron a escucharse los relatos de los sobrevivientes de la represión, además de restaurar desde lo jurídico una justicia que la nación argentina había perdido, estas historias de vida —que hablaban en verdad de historias de muerte— se centraron precisamente en el cuerpo: cuerpo secuestrado, cuerpo torturado, cuerpo desaparecido. Este último emergió entonces de su historia de sustracción absoluta gracias al relato del otro, el relato del testigo.

En Teatro autobiográfico. Los unipersonales de los 80 y 90 en la escena argentina (ed. Nueva Generación) , Beatriz Trastoy ha llamado "teatro autobiográfico" a aquella tendencia teatral que rescata la narración oral desde la emergencia de una voz que recoge y asume múltiples voces sociales; la puesta que rompe la "cuarta pared" propia de la representación realista y vuelve al espectador partícipe de la escena; la que diluye la ilusión teatral borrando los límites entre la figura del narrador y la identidad del intérprete; la que deposita nuevamente su confianza en el lenguaje y adjudica al que escucha un rol activo, dado que el relato no le pertenece sólo al narrador. En esta entrevista, Trastoy desarrolló las ideas centrales de su ensayo.

—Su libro plantea una complementariedad entre dos tendencias teatrales: el repliegue de la palabra y su rescate. Ahora bien, ¿no pertenecen una y otra línea a posturas ideológicas opuestas entre sí ?

—No hubo una polémica real entre palabra y cuerpo. La crítica se ocupó bien, y en profundidad, del teatro de la corporalidad. Pero la otra línea no era adversa a ésta porque existía paralelamente, aunque no fuese percibida en su momento ni social ni teatralmente por la crítica. Esto tiene que ver con la cuestión del monólogo y más concretamente con la persona que habla sola, porque hay fuertes sanciones sociales contra este tipo de persona. Hasta mediados de los 80, el monólogo fue considerado una forma menor y percibido sólo como una salida laboral ocasional, pero a partir de esta fecha fue adquiriendo otro sentido. La corriente del unipersonal tiene como matriz la forma del monólogo pero también la narración tradicional de cuentos, es decir, el contar cuentos de modo directo, cara a cara, sin mediación de otros lenguajes escénicos. El unipersonal trabaja con ese despojamiento, pero va incorporando además elementos del código teatral como vestuario, iluminación y así engendra toda una corriente.

—El monólgo también tuvo un momento de auge en los 60, ¿cómo se diferencia de la forma que adoptó en los 80 ?

—A diferencia del monólogo de los 60, que es el "monodrama", en los 80 el monólogo retoma la tradición popular del género cómico, del varieté —como hace por ejemplo Enrique Pinti en Salsa criolla—, de la narración de cuentos folklóricos y los de tradición literaria culta. La diferencia reside en su matriz autobiográfica. Un espectáculo precursor es Donde madura el limonero, del actor español José María Vilches, en el que no sólo se animaba a narrar la poesía (como otros cuentan cuentos) sino también la biografía de Antonio Machado y de ese manera llegaba a contar oblicuamente su propia autobiografía de exiliado a través del exilio del poeta español.

—Más allá de estos antecedentes estrictamente teatrales, ¿es lícito vincular esta transformación del monólogo en "unipersonal" con los relatos testimoniales de los sobrevivientes de la dictadura militar ?

—En estos espectáculos, lo político inmediato y coyuntural hay que buscarlo en el imaginario de estos intérpretes. No hay referencias puntuales y concretas, como pasaba con el teatro político de los 70. Sin embargo, se lo percibe como telón de fondo. Como el horizonte necesario sobre el que indefectiblemente se recortan estos relatos. Yo creo que era lo que la sociedad estaba esperando que realmente se contara: el destino de todos los que desaparecieron. De allí la forma tan tajante que adquirieron los relatos de sobrevivientes en el marco del Juicio a las Juntas.

—Al centrarse en la figura de un narrador, ¿el "teatro autobiográfico" está más cerca del distanciamiento brechtiano, del efecto de extrañamiento o de confesión?

—El teatro autobiográfico se sitúa precisamente en esa tensión porque, por un lado, es ineludible identificarse con quien narra una vida (las autobiografías siempre se leen porque admitimos la identificación, más allá del género, más allá de si uno es hombre o mujer), y por otro, hay que admitir también el placer voyeurista: en todo espía funciona una distancia. Este es el juego entre extrañamiento e identificación, entre distancia y proximidad. Es el caso del unipersonal de Marzenka Nowak en el que la actriz narra su viaje desde Polonia a la Argentina con el solo sostén escenográfico de una gran fotografía suya a los doce años, rodeada de su familia. En medio de esa escenografía tan despojada, ella cuenta y canta su largo viaje hasta llegar a Buenos Aires. Su relato es por momentos patético, dramático, y por otros no, sobre todo cuando canta fragmentos de aquellas canciones que fue aprendiendo en el idioma de los países por los que iba pasando en esa especie de travesía del exilio. A mí me emocionó mucho ese momento de la puesta, porque ella canta en inglés una canción que me enseñaron en la escuela primaria y que jamás había vuelto a escuchar.

—Al final de su libro, usted adscribe a la idea de que el teatro puede ser autobiográfico en la medida en que es narrativo: mientras se narra, se vive; mientras hay narración, hay certeza de que vivimos. Llama a esta concepción "ritual mágico de la puesta en escena", que consiste en la celebración de la vida o, lo que es lo mismo, el alejamiento de la muerte. ¿No es una posición demasiado utópica ?

—Esa palabra que reclamamos y que gozosamente recibimos en el teatro es la confirmación de la vida. El que vive es, como dice el dicho popular, el que puede contar el cuento. Relatar, narrar es una forma ilusoria de ordenar el tiempo, de dar un sentido a los hechos y por ende postergar la muerte. Allí residiría para mí el cruce con lo social. Incluso en el dolor de la verdad conocida después de la dictadura, no es casual que los dos ejes de "cuerpo" y "relato" aparecieran en los unipersonales de las dos últimas décadas cuando se reinstaló la democracia. Porque necesitábamos saber no sólo el destino final de los cuerpos, sino también qué había pasado con esos cuerpos. La palabra que esperamos es de dimensión restitutiva. Además el relato nos ayuda ordenar, a través de la historia de los otros, nuestra propia historia.

Enrique Foffani es profesor de Literatura Latinoamericana de la Universidad Nacional de la Plata. Es crítico y se especializa en poesía.
Fuente: Clarín

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